¡Cuántas consolaciones concede Jesús a los que sufren por su amor! Estas, hijas mías, valen más que todos los bienes y placeres de la tierra.
Las tribulaciones sufridas con alegría y puramente por amor a Jesús, se convierten en flores y las espinas en rosas. La cruz de Jesús es la llave del cielo y el consuelo y recreo de las almas que en serio le aman.
Debemos orar en la tribulación. Jesús quiere que, como los Apóstoles, acudamos a El siempre que veamos encresparse las olas del mar y nuestra barquilla a punto de naufragar; clamemos a El diciendo: «¡Sálvanos, Señor, que perecemos!».
Tengamos presente que es preciso haya tribulaciones en este miserable mundo, como también tiene que haber pecadores y pecados, pues las tribulaciones, como los abrojos y las espinas, son el fruto natural de este valle de lágrimas, según la sentencia lanzada por Dios en el paraíso contra el hombre prevaricador: «La tierra germinará para ti espinas y abrojos». Habitamos, hijas mías, una tierra maldita y no ya el paraíso de delicias de donde fuimos arrojados para siempre.
Supongo que todas estaréis convencidas de que las tribulaciones son necesarias para ayudarnos a nuestra santificación. La tribulación, hijas mías, es muchas veces una prueba terrible para nuestro corazón, pero es la prueba más gloriosa, pues la tribulación es la piedra de toque de la sólida y acrisolada virtud, pues todas sabemos que así como el oro se prueba con el fuego, así prueba el Señor los corazones; y así como el horno prueba los vasos del alfarero, así prueba la tribulación a las almas justas. Tengamos presente que cuanto más dura es la prueba, más gloriosa es la recompensa.
Pensemos, hijas mías, que sólo para las almas débiles, las tribulaciones son un grave peligro de la fe, de la confianza y del amor a nuestro Dios, ya que a éstas fácilmente las tribulaciones, si no las precipitan en la incredulidad, las resfrían por lo menos, las hacen vacilar y tal vez apartarse de la prácticas de piedad y a algunas desgraciadas, la vehemencia del dolor, que no saben combatir, las conduce hasta el extremo de la desesperación llegando a prorrumpir en frases horribles que alegran al infierno y provocan las venganzas del cielo.
Como la tribulación nos separa de las cosas de la tierra, el Señor mezcla con las felicidades terrenas, tales y tantas amarguras, que éstas nos obligan a buscar otra felicidad, cuya dulzura no nos engañe.
Los que viven en la prosperidad fácilmente, hijas mías, se dejan arrastrar de la soberbia, de la vanagloria, del deseo inmoderado de adquirir riquezas, honores y placeres mientras que la tribulación nos humilla y nos hace cobrar hastío de los bienes y pasatiempos mundanos, impidiendo el Señor por este medio, que las almas a El consagradas, seamos condenadas con el mundo.
La aflicción y las penas hacen que entendamos lo que muchas veces habíamos oído y no entendido. La tribulación, hijas mías, nos perfecciona y santifica llevándonos a los más alto de la caridad, que es la conformidad con la voluntad de Jesús, lo mismo en lo arduo y penoso, que lo fácil y deleitable; así como crece la llama si el viento la agita, así se perfecciona el alma agitada por la tribulación. No olvidéis, hijas mías, que la ciencia de los santos es sufrir constantemente por su Dios.
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ultimo aggionamento 05 maggio, 2005