Β. Para qué esta purificación

 

Llegados a este punto nos preguntamos arrastrados por la curiosidad que muy poco entiende de estas cosas: ¿por qué Dios permite este dolor, tormento, pena, aflicción, pesar, tristeza, desconsuelo, tormento, suplicio y angustia espirituales en la Madre que vive en esas alturas del amor exclusivo para con Dios?  ¿Qué finalidad tiene esta prueba? La Madre no nos dice nada sobre esto. Ella lo padece, lo ofrece y se abandona en las manos de Dios. Lo podemos intuir a la luz del magisterio de Santa Teresa de Jesús.

Santa Teresa dice que el alma, llegada a estas alturas del amor, ha entrado “en tierra sagrada”. El alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola y quitar todo lo que puede, conforme a su estado, que le pueda estorbar de esta soledad. Está tan esculpida en el alma aquella vista, que todo su deseo es tornarla a gozar[45]. Este dolor purificador lleva al místico a “procurar más lugar para estar a solas” con Dios, a morir a todo lo que no sea amor a Dios, a alejar todo lo que le puede estorbar en esta soledad y todo su afán consiste en “volver a gozar en él

Esta experiencia dolorosa que ha vivido la Madre tiene un rostro que abarca dos facetas: el de purificación y experiencia de Dios, del amor a él, para vivir definitivamente el amor esponsal pleno con Dios. La purificación y la experiencia de Dios se producen a través de esa experiencia dolorosa de la “herida” de amor en el corazón[46]. No es pena, no concierne el cuerpo. Es herida dolorosa de fuego que hiere el corazón, producida por una extraña centella de origen divino, o por una saeta hincada en lo más vivo de las entrañas y que deja en pos de sí una «llaga» de la ausencia de Dios. No es regalo. Es dolor y llanto que dejan herido y traspasado el corazón, esto es, la capacidad de amar, el corazón. Es centella divina, es saeta que se clava, es dardo que hiere de muerte. No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón, a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere. Bien entiende que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor a este Señor, y perdería de buena gana la vida por él. No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios al alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo de este mal... Oh, ¡qué es ver un alma herida!”[47]San Juan de la Cruz la llamará “la noche del espíritu”.

Es una prueba dolorosa a la que el místico es sometido desde dentro de sí y desde fuera: en su psicología, como oscurecimiento, e impotencia interior, en sus relaciones con los demás como incomprensión y aislamiento y en su relación con Dios como ausencia y desamparo, desolación y sequedad en su relación con Dios

Lo normal es que el místico pase por enfermedades gravísimas y no sólo en el cuerpo. “Lo peor y más recio sucede cuando a estas se suman las crisis psicológicas: «porque descomponen lo exterior e interior de manera que aprietan al alma, que no sabe qué hacer de sí, y de muy buena gana tomaría cualquier martirio... (antes) que estos dolores; aunque en tan grandísimo extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se puede sufrir»  [48]. Magistralmente Teresa describe esta situación con tres rasgos:

 

En definitiva, el para qué de la noche en estas alturas es en función de comprobar y reforzar los ojos para entrar en la luz del nuevo amanecer. Para llegar a la visión esponsal hay que hacer la travesía de una zona poblada de grandes deseos. Deseos que se apoderan de todas las energías del místico. Deseos de llegar, deseos de «ver a Dios». Son deseos como saetas que hieren, saetas disparadas desde dentro, desde lo más hondo del alma, saetas que «verdaderamente parece que se llevan tras sí las entrañas», pero que producen una «herida sabrosa y dulce», que a veces se convierten en centella incendiaria de toda el alma, que convierten al alma en un brasero de aromas finos, capaces de impregnar, una a una, todas las capas de la interioridad. Son deseos que el Señor despierta o enciende en el alma. Se «trata de unos deseos tan grandes e impetuosos, que da Dios al alma de gozarle, que ponen en peligro de perder la vida»[49]. «¡Cómo el Esposo se lo hace bien desear!»[50]. «Son unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy interior del alma»[51], y «la despiertan»[52], de suerte que el alma se siente claramente «llamada de Dios» y «tan llamada»[53]. «Siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién la hiere»[54], y «jamás querría ser sana de aquella herida»[55]


[45] Teresa, VI M 1, 1.

[46] Es la famosa representación del Bernini en su escultura

[47] Teresa, Libro de la Vida, 29, 10. Es un efecto abrasador y purificador

[48] Teresa, VI M, 1, 6.

[49] Ibid, VI M, título del cap 2

[50] Teresa, VI M, 1, 1

[51] Ibid, VI M, 1, 1

[52] Ibid, VI M, 1, 2

[53] Ibid, VI M, 1, 2

[54] Ibid, VI M, 1, 2

[55] Ibid, VI M, 1, 2