PERFIL DE MADRE ESPERANZA – 3 P. Gino Capponi fam Sumida en la fe Edizioni Amore Misericordioso |
Santa Teresa dice que procuraba tener a Jesús en su presente el mayor tiempo posible. Y es que cada uno de nosotros vive un presente, que es exclusivamente suyo.
Veo a la Madre lanzada hacia la misma meta.
Debe haber trabajado mucho en ello ya antes de que yo la conociera, es decir, con anterioridad al 1951. Desde aquel año, hasta febrero de 1983, pude constatar la gran familiaridad y desenvoltura que ella tenía, con la presencia de Jesús en su vida. Estoy convencido de que si pasamos por alto tener presente su contacto íntimo y externo con el Señor, nos faltaría la clave de lectura de su vida y de sus gestos.
No me propongo escribir anécdotas, pero alguna saldrá.
Interesante cuando la Madre contó que se había encontrado con una "Fundadora", entre las varias personas que recibía. La Madre le preguntó quién le había dicho que fundara una congregación; ella le respondió que lo había pensado y proyectado por sí sola. La Madre esto no lo comprendía. Ella aseguraba que, si no le hubiese pedido el Señor que fundara e hiciera otras cosas, no las habría hecho nunca. Se palpaba en ella una indiscutible y clara familiaridad con Jesús y una evidente dependencia. Ante decisiones importantes, daba largas al asunto porque prefería consultarse con la almohada. Esa almohada de la que conseguía inspiración e ideas era el buen Jesús.
Veía a Dios en todas partes
Nos aconsejaba que lleváramos siempre con nosotros el pensamiento de la presencia del Señor, hasta sugerirnos que, cuando nos metiéramos en la cama para descansar, invitásemos a Jesús a acostarse con nosotros, en un gesto de confianza e intimidad.
Durante los viajes, tenía una clave de lectura de los paisajes o panoramas que, inmediatamente, uno se daba cuenta de su ininterrumpida relación con Dios. Ante escenas de la naturaleza, prorrumpía con frecuencia en exclamaciones come ésta: "¡Qué pintor!". Veía a Dios como pintor y artista y no decía nada de lo creado sin mencionar al Creador.
El verde de los campos, incluso las diferentes tonalidades del verde la encantaban. Las variedades de hierbas y la diferente intensidad de color en los árboles llamaban su atención y le hacían pensar en los mil cuidados con que Dios había preparado este hermoso edén de la tierra, para que el hombre se alegrara y se recreara ante la obra de sus manos. Cuando por las tardes salía en coche, aceptando la delicadeza de quien quería que se distrajera un poco, se interesaba muchísimo en las puestas de sol y hacía notar a quien la acompañaba las variedades de rojo vivo, de rosa o de azul. Las nubes que se ponían doradas, después rosá-ceas, luego azul, y finalmente obscuras eran objeto de su atención y admiración y siempre con inmediata referencia al Autor de tan bellas escenas.
Desde el avión admiraba mares, bosques, los sur-cos de las estelas de las embarcaciones, luego las nubes, los cirros y todo lo que mostraba originalidad de estructuras, de emparejamiento y de posición. Y en medio estaba siempre "El".
¡Cuánto se complació en despertarme continuamente durante un vuelo aéreo de Madrid a Bilbao! El avión era casi un juguete o mejor, parecía una carretilla de mano; volaba muy bajo con respecto a las hermosas montañas llenas de nieve. El sueño me vencía, mientras ella no quería que yo me perdiese aquella maravillosa escena, con el fin de alabar juntos al buen Dios.
Incluso en situaciones preocupantes veía a Dios como protagonista. Como aquella vez que regresábamos a Italia de España en avión: vientos ascensionales perturbaban el vuelo y el avión se tambaleaba. La Ma-dre estaba preocupada y muy tesa. Tenía la mirada fija hacia adelante; no miraba ni a la derecha ni a la izquierda. La Madre Felicidad y la Madre Lucía que se hallaban detrás de nosotros permanecían tranquilas porque estaba la Madre y por eso no temían. En cambio ella no hacía más que rezar concentrada en sí misma. Yo sufría por su aprensión. Al igual que las Hermanas, yo tampoco estaba preocupado. Le dije que estuviera tranquila. Viéndola en oración, le pregunté por qué rezaba y me respondió: "Por las dos Congregaciones". Debe haber sido eficaz aquella oración, porque, cuando descendimos en Fiumicino y el piloto tuvo conocimiento de la presencia de la Madre Esperanza, quiso saludarla y le confió que en un determinado momento de la ruta, había dudado volver a ver a sus hijos.
Ella tuvo más confianza en Dios que en el piloto.
Trabajadora incansable
La Madre fue una cocinera sin par. Como suele decirse, ponía a Dios hasta en la sopa. En todo caso le hacía trabajar, ya que lo responsabilizaba del tiempo y de la cantidad. Me explico. Le exigía que los servicios que ella desempeñaba en la cocina fuesen realizados en tiempo breves, mediante la colaboración que esperaba de El. No era ingenuidad: era certeza, porque ella trabajaba para El y por lo tanto era evidente esperar que El trabajara con ella. Sólo por eso el trabajo de la Madre rendía, en tiempo y en cantidad de material. De hecho ella le pedía, durante este trabajo, que proveyera a la gran cantidad de comida que debía preparar poniendo en movimiento sus cualidades de omnipotente. "Ves, Jesús, tengo poco dinero y sólo puedo comprar una cierta cantidad de alimentos; pon Tú tus santas manos y haz que llegue para todos.
Sabido es que el año santo de 1950 fue, para la Madre y para las Hermanas, un fuerte banco de prueba, en Roma, en Via Casilina. Quitaba el hambre a centenares de peregrinos huéspedes de la casa con las prestaciones del buen Jesús. Ella lo solicitaba y a menudo lo provocaba diciéndole que había sido El quien le había pedido aquella gran casa. Era necesario que ahora El no le negase su colaboración; la Madre y las Hermanas habían hecho todos los sacrificios necesarios: ahora que El hiciera lo que estuviera en su poder.
Se explican así las comidas dadas a los obreros del Casilino y las ofrecidas a los pobres de la parroquia de San Bernabé en ocasión de las fiestas navideñas. Por su carencia de timidez, más bien por su osadía, había merecido que El le diese el título de gitana. Y es que su oración no era la de un momento; insistía hasta obtener lo que deseaba.
Sumida en la oración
Cuando había necesidad de dinero, me atrevería a decir que, ponía al pobre Señor entre la espada y la pared diciéndole que, era El quien pedía tantas obras y tantas realizaciones y que ahora no era justo que se echase atrás. Varias veces la sorprendí mientras decía al Señor que no debía permitir que se perdiera el dinero de buques, de aviones o de otros medios en ocasión de desgracias; que antes de que se echase a perder ese dinero, sería muy oportuno que lo hiciese recuperar por medio de algún ángel y que se lo entregara a ella, que lo necesitaba. "Tú nunca has sido ecónomo y por lo tanto no eres práctico; y además, nunca has tocado dinero, se lo hiciste manejar a Judas, para pagar el tributo, hiciste que Pedro lo sacara de la boca del pez. Lo importante es que encuentres la forma y los medios para hacerme llegar la providencia que necesito".
Quisiera hacer notar que la oración de la Madre era como la de una auténtica gitana, quiero decir, insistente e impertinente. No era la impertinencia insolente y ofensiva, sino la afectuosa y confidencial. El amor de quien ora sabe dar contenidos y coloridos inéditos. ¿Qué decir de la petición de ayuda que la Madre estaba presentando al Señor delante del Sagrario, una tarde, en el pequeño Santuario de Collevalenza? Decía: "Jesús, me ha dado enorme pena aquella mujer que ha venido a verme esta tarde. Su caso es verdaderamente difícil y sufre mucho. Señor, escúchala, te ruego". Continuó rezando insistentemente por mucho tiempo. No lo habría hecho mejor que ella un gran abogado defendiendo una causa difícil. Como en otras ocasiones, ella no se había dado cuenta de que yo estaba allí cerca escuchando su oración: estaba absorta. Había momentos, efectivamente, en los que ya no tenía contacto con lo que la circundaba, como aquella vez que se "distrajo" durante los funerales de Mons. De Sanctis. Pero volvamos a lo nuestro. Fue tan insistente y acalorada la petición de ayuda en favor de aquella mujer, que llegó a decir esto: "Señor, ya hace dos horas que te estoy pidiendo que ayudes a esa pobre mujer; comprendo que lo deseas, pero todavía no cedes definitivamente. Ayúdala; escúchala. Perdóname, pero quiero decirte lo que siento: que después de las horas que llevo rezándote de rodillas, a mi me duele la cabeza y a Ti no".
A propósito de la "distracción" (que otros osarían llamar éxtasis), durante la Misa funeral de Mons. De Sanctis, que el Padre Alfredo celebró ante tanta gente que se apiñaba en nuestra primera pequeña iglesia en Collevalenza, quisiera subrayar la total inmersión de la Madre en Dios y en sus santas cosas. No sé si afortunadamente o no, la Madre se encontraba ante el altar del Niño Jesús, cerca de la puerta de la explanada. Estaban junto a ella periodistas y fotógrafos. Nombro a dos: el periodista Lorenzo Settembre y el fotógrafo Rolando Felicini, uno di Todi, el otro de Marsciano. Durante el silencio de la consagración, la Madre, mirando hacia lo alto en dirección del Crucifijo del Amor Misericordioso, rompe el silencio para felicitar al obispo difunto (cuyo cuerpo estaba presente en medio de la iglesia) diciendo: "¡Excelencia, qué majo está! Ha visto qué pronto ha alcanzado al Señor en el cielo! ¡Sólo después de tres días! Y pensar que tenía tanto miedo de sufrir. Parabienes, Excelencia. Ha visto qué bueno ha sido el Amor Misericordioso, recompensándole por habernos ayudado y por haber llevado adelante su primer Santuario en el mundo".
Después lo sintió, al comprobar que todos se habían dado cuenta de su "distracción" y de modo clamoroso con que el Señor había glorificado a su siervo. Pero eran cosas que no dependían de ella.
Por ejemplo, la recuerdo en la cocina unos veinte minutos antes del almuerzo, disponiéndose a servir todo a la mesa. Puesto que ella misma se encargaba de hacer las varias porciones a cada uno, según las varias dietas y según el apetito, no tenía tiempo que perder. Yo veía, sin embargo, que estaba tan saturada de la presencia de Dios que en un determinado momento se preocupó y comenzó a decir: "Señor, déjame, que no tengo tiempo: tengo que acabar de cocinar y después he de servir a mis hijos e hijas. Vete, por favor, déjame. Nos veremos después y estaremos juntos todo el tiempo que Tú quieras". En estos casos me he convencido de que la Madre tenía la oportunidad de hacer de Marta y de María; estaba ocupada en su trabajo y al mismo tiempo estaba en relación directa con Jesús.
En otra ocasión la recuerdo muy ocupada cortando carne de cerdo. Fui a pedirle algo, pero no me hizo caso. Me di cuenta de que hablaba con... Otro y seguía cortando y escogiendo ciertos trozos que amontonaba en un recipiente y otros que dejaba a un lado. Insistí en interrumpirla, pero no lo logré, ya que estaba - diría - en éxtasis de trabajo y para más detalles en un trabajo humilde.
Y pensar que en algunos momentos, tanto en la iglesia como en otros lugares, durante la oración, si uno la observaba, era la persona más distraída de todos. Miraba a derecha e izquierda porque, decía, tenía miedo de dar espectáculo, es decir de "distraerse".
He hablado anteriormente de su empeño en la oración para conseguir el dinero que necesitaba, pero no quisiera que se pensara que su único interés era el económico. Soy testigo de su solicitud por los soldados polacos enterrados en el cementerio de Montecassino. Una tarde, yendo de Roma a Matrice (Campobasso), tuvo enorme pena al ver todas aquellas cruces, que ha-cían referencia a tantos pobres jóvenes muertos a causa de la guerra. A la mañana siguiente estábamos en casa, en Villa Di Penta, en la capillita del primer piso junto a su habitación. El Padre Giovanni Barbagli estaba celebrando la santa Misa que aplicaba según la intención de la Madre, Esta, durante la celebración, en el momento del ofertorio, se "distrajo" y decía al Señor que ella hacía celebrar la Misa por aquellos soldados polacos, para que sacara del purgatorio, por lo menos, a cincuenta. Insistía con su interlocutor que liberase por lo menos, cincuenta con aquella Misa y aducía como motivo que ella no podía hacer celebrar muchas misas y depositar la limosna para su aplicación, por lo tanto quería que por cada Misa salieran del purgatorio cincuenta almas. En el último momento habló como quien comercia en la bolsa negra y se aprovecha con evidencia: "Ya que eres tan bueno - dijo - que valga también por la mamá de esas dos Hermanas mías, que hace unos días murió en España" y, no conforme todavía, pronunció otros nombres de difuntos. Fe y confianza ilimitadas.
Pero ¡qué efecto producía en los presentes este estado de "distracción" o éxtasis de la Madre! Quien podía, se acercaba para escuchar y aprender. A veces se notaba también un poco de curiosidad por parte de alguno.
La primera vez que vi a la Madre en ese estado fue a Collevalenza en la iglesia parroquial, el 14 de septiembre de 1951, a las seis de la mañana. Yo había salido de Todi aquel día para entrar en la Congregación, después de haberle sacado el permiso a mi Obispo. El autobús de línea Todi-Foligno era a las seis menos cuarto. Salía temprano y así salí también yo temprano, pero no como de fuga, sino con el gesto de quien no quiere ser notado para presentar así el hecho consumado.
Encontré a la Madre y a las Hermanas delante de la iglesia de Collevalenza, mientras iban llegando de la casa Valentini. Un cordial saludo en la puerta de la iglesia e inmediatamente a las oraciones de la mañana. Las Hermanas estaban en los primeros bancos de la derecha; los Padres en el banco de la derecha al lado del altar, de cara hacia él.
Al comienzo de la oración, vi al P. Alfredo que se me acercó y me dijo palabras de saludo y alguna otra cosa que no comprendí. Yo estaba casi en el fondo de la Iglesia, como quien está pero todavía no se siente del grupo. Me di cuenta que el Padre decía una cosa seria. "Don Gino, la Madre está en éxtasis. Si quiere acercarse, no tenga reparo". En el primer momento no me acerqué; lo hice sólo después del segundo mensaje, cuando me dijeron: "Venga, la Madre está hablando de usted". Temblando me acerqué y oí que hablaba de mí y de mi entrada en la Congregación y de las esperan-zas que abrigaba en mí. Hasta dijo que ya se podía comenzar a reunir seminaristas o apostolinos (así los llamaba), puesto que había llegado quien ya estaba trabajando entre muchachos de ese tipo, como Vicedirector en el seminario de Todi. De ahí a pocos días, comenzamos a recoger muchachos italianos y también españoles. Eran las esperanzas de la naciente Congregación. A algunos los acomodamos en la casa, a otros nos los hospedaron otras familias. La familia Bianchini puso a disposición más de una habitación y no recuerdo quien cuidaba a aquello muchachos por la noche; yo fui a parar al segundo piso de la casa que tenía la entrada al lado izquierdo de la iglesia parroquial. De todos modos todavía me conmuevo al recuerdo del diálogo que la Madre tuvo con el Señor hablando de mí.
Aquella habitación, allí en lo alto, me recuerda otro hecho singular, acaecido un viernes de cuaresma de 1952 o al máximo del 53. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando oí golpes en mi ventana. Quiero hacer notar que estando cerrado el portón externo, no había forma de llamarme para algo urgente. Debió haber sido en marzo. ¿Qué eran aquello golpes? Eran piedrecillas que tiraban las Hermanas que querían que fuera a la casa Valentini a ver a la Madre que estaba "sufriendo". Bajé y encontré a la Madre en la cama con los brazos abiertos en forma de cruz. Tenía una respiración muy fuerte y mostraba un sufrimiento agudo pero pedía que no cesara: "Todavía, Señor, todavía". Oraba por los Sacerdotes y por otras personas, particularmente por sus hijos e hijas.
Entre otras cosas noté que la cabeza de la Madre no tocaba la almohada. Para cerciorarme pasé la mano por debajo de su cabeza: lo hice cómodamente. Como estaba en la cama bajo las mantas, no me atreví a comprobar si estaba suspendido también el resto del cuerpo, pero constaté sin lugar a dudas, que también los hombros estaban levantados. Velo negro y camisa blanca, parecía repitiese en sí la pasión del Señor, como si estuviese en presencia de Jesús crucificado y ella viviese y experimentase la misma crucifixión, en unión de amor con su Cristo.
Era una de las muchas ocasiones que se le ofrecían o que buscaba para pagar personalmente, en una entrega sufrida y amorosa. Cuando pareció que había terminado aquella experiencia, las Hermanas salieron. Me quedé solo, mientras la Madre metía bajo las mantas los brazos extendidos y se volvía hacia la pared, dándome la espalda. Sus huesos crujían que daba pena. Luego, después de un momento, un ruido como de flagelación. A cada golpe, un gemido y una invocación: "Todavía, Señor, todavía", ofreciéndose para mayores sufrimientos por la conversión y la santificación de muchas personas.
A quien me pregunta si la Madre tenía las señales de la pasión de Jesús, le digo con claridad y lealtad que he visto cicatrices llamativas en el dorso de sus manos especialmente en tiempos de pasión, esto es en cuaresma y sobre todo en semana santa. En la palma de las manos eran menos evidentes. Una vez se levantó con mucho pudor el borde del velo que le cubría la cabeza y puede ver muchas señales rojas en la frente y en las sienes, como si fuese coronación de espinas.
El mismo día de su muerte, me telefoneó Monseñor Francesco Grasselli, en nombre del Obispo Mons. Lucio Grandoni, diciéndome que no dejáramos pasar la ocasión para que una comisión de médicos comprobara eventuales señales de la Pasión. Le respondí que desde hacía unos siete años ya no había notado ese tipo de señales.
Si me permitís, vuelvo al relato empezado para concluir con mi constatación de los sufrimientos de la Madre, aquella mañana temprano cuando me llamaron las Hermanas tirándome piedrecillas a la ventana.
Me había quedado solo y la Madre sufría como una flagelación. Después de algo más de cinco minutos todo terminó y la Madre permaneció muy recogida en la cama, sin darse cuenta de que yo estaba en la habitación a sus espaldas. Después de un momento, se dio cuenta de que la luz eléctrica estaba encendida y se admiró: dándose la vuelta como para apagar la luz, notó mi presencia y me preguntó qué estaba haciendo a esas horas en su cuarto. Le contesté que estaba orando. Me objetó que no era ese el lugar para orar, ni era la hora más conveniente. Me sonreí y le dije que había presenciado todas sus plegarias y sufrimientos, después de que las Hermanas, amablemente, me habían llamado. Parecía un poco contrariada, pero al fin quedó contenta y me despidió.
El amor solícito de Dios hacia ella
Será oportuno tocar también el tema del perfume o buen olor que con frecuencia emanaba de la Madre. Sí, efectivamente, sobre todo los primeros años, cuando vivíamos en el pueblo en Collevalenza, al paso de la Madre, incluso por las calles, se percibía un maravilloso perfume que yo nunca he sabido identificar, como si fuese de una esencia y no de otra. Puedo decir en todo caso que, la mayoría de las veces, era muy fuerte y no parecía que correspondiese a los normales olores de perfumes que nos son familiares.
No he dado mucha importancia a este fenómeno, pero en conciencia debo asegurar que lo he constatado yo personalmente y que ello me hizo ver a la Madre en un halo no común.
Evidentemente, nunca llegué a pensar que ella misma se perfumara, sino que se trataba de un pequeño signo de la benevolencia del Señor hacia ella y una silenciosa llamada de atención para quien frecuentaba su trato.
Un fenómeno que comprobé una sola vez y que me impresionó mucho fue lo que podría llamar el cambio o el intercambio del corazón. Al referir esto, me sirvo de algunas confidencias que me hizo la Madre, obviamente non en confesión. Todo venía del gran deseo y santa ambición de querer amar a Jesús más que nadie. El solo pensamiento de que hubiese un alma que amase al Señor más que ella suscitaba en su corazón un ferviente anhelo de amarlo todavía más. Si acaso coincidía que el Señor no se dejase ver por algunos días, entonces eran los sufrimientos para ella, porque le venía la duda de si le habría ofendido o, por lo menos, descuidado en algo. Ya no me maravillaba si alguna vez la oía preguntarle: ¿Señor, quién te ama más que yo? No por egoísmo, sino para darte todo lo que esperas de mí: yo quiero amarte más que nadie". Con frecuencia he pensado que el mismo Señor estimula a las almas generosas a este juego, interrogándolas como lo hizo con Pedro: "¿Me amas tú más que éstos?" Evidentemente, la Madre prendía fuego ante esta provocación divina y se multiplicaba a sí misma, para darle satisfacción según sus expectativas.
En cierto momento, deseó amar a Jesús como lo amaba su Madre, la misma María Santísima. Pero, en la duda de que El le pidiese más, y todavía más amor, le hizo una propuesta: "Señor, quisiera amarte con tu corazón; ¿no me podrías prestar tu corazón para que yo te pueda amar mucho, mucho?" El Señor le desaconsejó pedir tanto, no le iba a convenir. Ella insistió durante días y días. Fue complacida, pero desde ese momento la Madre asumió un modo de respirar tan intenso que comenzó a preocuparme, y al final también ella creía que no iba a poder resistir. Era muy feliz, pero sufría. Decía que nunca habría creído que, no solo no le conviniese tener un corazón de hombre sino que incluso no era capaz de sostener un corazón divino. Sin embargo era feliz de amar a Jesús con su mismo corazón. Resistió un día, después me dijo que si al Señor no le desagradaba quería pedirle que le devolviera su corazón de siempre. De todos modos estaba contenta de que El por un día se hubiese tenido su corazón: ahora tendría un corazón renovado. De nuevo cada uno con su propio corazón, la respiración de la Madre volvió a ser normal.
Fenómeno místico de importante envergadura, que tuvo resonancias, incluso externas, con la inmediata, consecuencia de mayor propensión hacia el buen Jesús y de tanta disponibilidad para cuanto El le iba a pedir. Estábamos todavía en los primeros tiempos. Después la Madre se lanzó a las realizaciones que el Señor le pidió en Collevalenza, sobre todo el Santuario y el complejo anexo.
No sé si aludía también a esta experiencia cuando sufriendo después incomprensiones y contrastes, se quejaba con el Señor y bromeando decía: "Primero me cogiste con caramelos. Quizás porque querías unirme a Ti y tenías miedo que los sufrimientos me escandalizaran".
Dispuesta a mar a su Jesús más que nadie.
La Madre Esperanza y la Eucaristía
Otra cosa que me hacía pensar en el corazón de la Madre es lo que después recomendó a sus hijos y hasta pidió que se les propusiese a los mismos apostolinos o seminaristas. En el libro de Costumbres anima para que se le invite a Jesús, durante la Comunión Eucarística, a que no nos deje el corazón sin El, sino que permanezca en nosotros nada menos que con las especies eucarísticas como en un sagrario, como en un relicario; claro está, sagrario y relicario vivientes.
Para comprender todo esto hemos de retroceder a los días de su primera comunión, que por cierto se procuró antes de tiempo. Después de haber conseguido que le diese la comunión un sacerdote forastero que no la conocía, la pequeña Josefa (Esperanza será su nuevo nombre de Religiosa) le pidió inmediatamente a Jesús que se quedara con ella ya que no le iba a ser fácil, durante mucho tiempo, volver a comulgar. Era tal la convicción de que el Señor se había quedado con ella, que no volvió a jugar de manera bulliciosa como antes y no volvió a dormir de la parte del corazón para no oprimir a Jesús.
Siendo niña de una manera, ya mayor de otra, pero siempre con el mismo propósito: tener consigo a Jesús en su corazón... sacramentalmente. Era absurdo tratar de convencerla, diciendo que las sagradas Especies iban al estómago. Me imagino las sonrisas de compasión de teólogos y competentes, pero aquí estamos en una dimensión que ellos no siempre saben imaginar. Para la Madre no era una reflexión doctrinal, sino una relación de profunda intimidad con "su" Jesús: experiencia no especulación.
Vayamos al día de la Epifanía 6 de enero de 1952. La Madre acababa de superar una larga enfermedad que resultó casi trágica, a causa de la peritonitis perforada y que se resolvió después, con una difícil intervención que el Dr. Pierozzi definió milagrosa. Eran las 8,30 de la mañana; empezaba la Misa festiva y la Madre se preparaba desde hacía días a aquella Misa; había preparado también a quien le estaba cerca. Primero lo esperaba, después estuvo segura de que el Señor se le iba a regalar en aquella forma sacramental de modo permanente, según lo que dijimos antes. Fue alucinante ese día y los siguiente. Nunca lo sabré relatar. Creo que el Amor Misericordioso "nunca" haya sido tan misericordioso. El ansia eucarística de la Madre la impulsaba a dar vida a sagrarios vivientes y a multiplicar comunidades, capillas y sagrarios.
Para ella el sacrificio eucarístico era algo verdaderamente importante y muchísimas veces, durante las celebraciones, tuvieron lugar especiales "distracciones". Recuerdo varias en la iglesia parroquial de Collevalenza, en Matrice, en Colloto (Asturias) – España, pero sobre todo en el Santuario propiamente dicho, es decir en el Santuario pequeño, como acostumbramos llamarlo. En realidad la Madre lo llamaba la gruta de fuego, tanto por la madera paduk que adorna la pared de fondo del presbiterio, como por las muchas lámparas rojas encendidas por los peregrinos ante el Amor Misericordioso.
Pero amaba el Sagrario, quizás porque a menudo es un lugar de encuentro con Jesús Eucaristía poco frecuentado; para ella era un rinconcito interesante, donde los encuentros con el Señor estaban al alcance de la mano y garantizados por el recogimiento. Era feliz y hacía fiesta cada vez que se instalaba un Sagrario. Recuerdo el del Instituto, en la pequeña capilla provisional donde ahora está la salita de la casa. Quizá había echado de menos el Sagrario en la casa Valentini. Fiesta, gran fiesta para la inauguración de la primera casa de sus hijos, pero se alegró especialmente porque iba a haber un Sagrario lleno de Jesús.
Ante aquel Sagrario lloró mucho al tener noticia de la muerte de su madre. Lloraba diciendo: "Jesús mío, dile a mi madre que yo la he querido mucho. Dile que no ha disminuido mi amor hacia ella, aunque no haya ido a menudo a visitarla a Santomera. Dile que me costó mucho separarme de ella, pero que reduje mis visitas para dar ejemplo de desprendimiento a mis hijas y a mis hijos. Dile que...".
Y ¿el Sagrario portátil colocado el viernes santo en la capilla parroquial de Collevalenza?
Había ido a la iglesia y después volvió a casa preguntándome: "¿Dónde lo habéis puesto?" me parecía oír a la Magdalena que buscaba el cuerpo del Señor. Medio en broma, le contesté palabras evasivas. Ella insistió y la llevé a la salita donde, sobre una mesa, habían puesto el Sagrario en forma privada, ya que el viernes santo la Eucaristía no se exponía al público. Era, nada menos que, la misma salita donde la Madre, la tarde del 18 de agosto de 1951 me había propuesto entrar en la Congregación.
Ante aquel Sagrario nos arrodillamos y ella oró tan intensamente que se distrajo casi inmediatamente. Habló con Jesús de su muerte, signo de infinito amor misericordioso; habló de eucaristía, de sacerdotes, de sus sacerdotes-hijos, de sus hijas. Pidió la gloria eterna para un dignísimo sacerdote que había muerto en aquellos días en Todi, Mons. Enrico Vezzulli. Lo recomendó al Señor por su benevolencia para con nosotros y porque había colaborado a la formación cultural del P. Alfredo. Creo que obtuvo su admisión inmediata en el paraíso.
Siendo, durante aquel periodo, también párroco de Collevalenza, fui llamado a la cabecera de una enferma que se temía muriese: la Sra. Sofia Bianchini. Cuando regresé, después de un buen cuarto de hora, encontré a la Madre todavía distraída delante del sagrario: éste estaba abierto. Me dio explicaciones el P. Alfonso, que estaba allí arrodillado con la M. Genoveva y Sor Milagros. Me contó que, a una petición de la Madre dirigida al Señor para que se dejara ver tal y como se encuentra en esas estrechas paredes del sagrario, la puertecilla se había abierto sola, con una cierta rapidez.
Poco después, la Madre volvió en sí de la "distracción"; yo también estaba presente. Situada frente al sagrario aún abierto, se volvió hacia nosotros y nos hizo notar que el sagrario estaba abierto; pidió que se cerrase. Yo, de forma respetuosa pero pícara y provocadora, le dije que sería muy justo que lo cerrara quien lo había abierto. Contestó que ella no lo había abierto, de todos modos que si no lo queríamos cerrar, era conveniente encender un par de cirios. Viendo que comenzaba a sufrir porque no cerrábamos la puerticilla, me decidí a hacerlo yo.
Su caridad hacia los difuntos
Por lo que ya he escrito, se nota el gran celo de la Madre en favor de las almas de los difuntos. Quien ha vivido cerca de ella ha podido comprobar el afecto con que las sufragaba y animaba a hacerlo, y también el interés con que les pedía su ayuda y protección en toda eventualidad. Rezó mucho por ellas; hizo obras buenas y favores sin cuento. Mandó celebrar santas Misas y también muchos turnos de Misas Gregorianas. No ha habido nadie, que ella haya conocido, que al morir no recibiera el más abundante sufragio. Recuerdo con emoción que, cuando falleció mi madre, en noviembre de 1965, no solo hizo celebrar un turno de Gregorianas, es decir treinta Misas ininterrumpidas por todo un mes, sino que pidió a la comunidad de las Hermanas y a la nuestra partecipar cada día en esa celebración. ¡Conmovedor!
Igualmente aleccionador su desvelo por un difunto sacerdote español de Bilbao. Lo definía su mayor bienhechor diciendo que, acarreándole tantos contratiempos la había ayudado a santificarse. Ni se sabe las Gregorianas que yo celebré en aquel periodo. Y también otros recibieron el encargo de celebrarlas. Hago notar inmediatamente, de una vez por todas, que nos daba el donativo por cada Misa que aplicábamos, a pesar de que éramos gente de casa e hijos para más detalle. Por un lado nos mantenía y por otro nos entregaba el donativo para la aplicación de sufragio diciendo que ese dinero nos servía para la comunidad.
Una santa Misa no la consideraba sólo sufragio sino un obsequio, una oración, una obra buena. Cuantas veces quiso que aplicáramos por ejemplo, por la Srta. Pilar de Arratia. No creo que la Madre la supiese en el purgatorio; más bien decía expresamente que estaba en el cielo, tanto que se dirigió al Card. Luigi Traglia que la había conocido, a fin de que se interesase por su beatificación. Sin embargo hacía celebrar Misas por ella como obsequio, diciendo que después, entre el Señor y ella, las transferirían a las almas necesitadas.
En este telón de fondo se insertan las disposiciones que dio a la casa del peregrino en Collevalenza; un tanto por ciento de lo obtenido por los precios de la pensión de los huéspedes destínese a Misas en favor de las almas del purgatorio y, particularmente de los peregrinos.
Otra iniciativa: la de comprar un apartamento para arrendarlo y destinar lo cobrado para la celebración de una Misa diaria en favor de las almas de los pobres y parientes de las Esclavas y de los Hijos del Amor Misericordioso. De hecho, decía que no habría soportado que una Hermana o uno de nosotros pudiese decir con pena que no tenía posibilidad de celebrar una Misa por su padre o por su madre. "Me encargo yo. Estad tranquilos. Tendréis para vuestros seres queridos una Misa cada día".
Se alegró mucho cuando su hermana Superiora en Roma en Via Casilina, le aseguró que los gastos de mantenimiento del apartamento los tomaba a cargo la comunidad sin tocar lo cobrado por el alquiler. La Madre Ascensión tenía el mismo corte que su hermana.
¿Qué decir de las Misas perpetuas para vivos y difuntos que nos animó a establecer en el Santuario?
Con el consentimiento del Consejo general, no sé expresar el gozo de haber aplicado siempre por ella, por la misma Madre, desde el 8 de febrero hasta hoy: una Gregoriana después de otra, en honor de ella, maestra de amor y de interés. ¿Por qué? Para que tenga tanta gloria y para que siga distribuyendo Misas.
A la presencia del buen Dios y de su buen Jesús, ahora ya no le pedirá que le haga ver qué hace y en qué actitud se encuentra en el sagrario. Entonces se le dijo que en la Eucaristía se encuentra en estado de víctima y presenta siempre al Padre sus Llagas por la salvación del mundo. Después de haber colaborado a la salvación de los hermanos, ahora sus sufrimientos y su amor le han llevado a ver a su Amado en el día sin ocaso de la eternidad y goza de El y con El. Se benefician de ello quienes la tienen como ejemplo y como intercesora.
Fuertemente maternal en su acción educadora
Siempre tuvo un marcado sentido de maternidad y lo demostró con una atención verdaderamente de detalle para todos y para cada uno. No sabía hacer cumplimientos, más bien decía claramente que consideraba el cumpli-miento, como algo que se cumple mintiendo. Fue amable, pero decidida y exigente consigo misma y con los demás. A nosotros sus hijos nos amó inmensamente pero no nos mimó. Sincera y decidida, educó a jóvenes y menos jóvenes al trabajo y al sentido de responsabilidad.
¡Cuánto sufrió viendo que a veces fallábamos en algo! En casos especiales no siempre le fue posible advertirnos clara e inmediatamente. Esperó el momento oportuno, imitando al Señor que - dice ella misma en la novena - disimula las faltas de los hombres y los aguarda a penitencia. De todos modos, alguien cayó en el error de considerarla dura, porque era firme e intransigente en cosas de importancia: Defendía el espíritu de la Congregación de manera decidida: la espiritualidad del apego a Dios y de la apertura a los más necesitados fue su bandera.
Para los sacerdotes fue una madre, que estudia y pone en acto cuanto era factible para ellos. De la oración al sacrificio, de la reparación de sus faltas al apoyo por medio de la fundación de una Congregación toda para ellos, puso en movimiento todo esto para que se santificasen y fuesen santificadores.
Y para nosotros sus hijos mucha solicitud a todos los niveles y también observaciones y reproches. Cuántas veces nos dijo que quería ver en nosotros buenos sacerdotes, pero a menudo sufría porque no éramos del todo buenos religiosos; como, por ejemplo, cuando non veía dados al trabajo pero no demasiado dispuestos a la colaboración.
A las Hermanas las veía más dispuestas para estar juntas y trabajar juntas, pero no igualmente a nosotros. Entonces nos hablaba de la negación de nosotros mismos, yendo así a la raíz del problema. Era un raciocinio de formación profunda de cara al desprendimiento de los propios puntos de vista porque sólo en esto veía el presupuesto para una fusión de ideales y de comportamientos.
Quisiera recalcar (y todavía no lo hemos profundizado lo suficiente) cuán interesante resulta el modo con que nos impulsa hacia el clero diocesano. No dice que nos debemos unir a los sacerdotes, sino que debe-mos provocar que los sacerdotes se unan, se alíen con nosotros, de tal manera que después, todos juntos, nos dediquemos a las actividades caritativas y pastorales. Son, éstos, grandes títulos de maravillosos capítulos, en los que el pensamiento y la actividad de la Madre deberán ser profundizados, compartidos y realizados.
Amor, sufrimiento, penitencia. Quisiera detenerme un instante sobre la penitencia y la reparación: cilicios, azotes, ayunos, abstinencias, comidas y bebidas amargas. No sólo practicaba cierto tipo de mortificación, sino que lo aconsejaba, incluso cuando a veces alguien le decía que al buen Dios quería llevarle la piel intacta, sin huecos, bromeando sobre el uso del cilicio.
No nos escatimaba admoniciones ni tampoco reproches, pero medio minuto después era ella la que pedía favor o un servicio y te dirigía la palabra para sacarte del apuro.
En cuanto a pedir perdón por haber dado algún disgusto, era la primera en hacerlo o en aconsejar que se hiciera. No soportaba que hubiera sombras entre uno y otro.
No toleraba las faltas de puntualidad, porque las consideraba faltas de respeto al Señor y al prójimo. Quería que se desagraviara, por ejemplo, postrándose de rodillas en la capilla o en el refectorio por haber llegado tarde y lo mismo si se trataba del recreo.
Acerca de la penitencia quisiera recalcar que ella en el librito "la perfección de la vida religiosa" dice claramente que, mientras la mortificación puede ser conveniente la penitencia es necesaria. ¿Dura? ¡No! Convencida y coherente.
Su vida fue una vida ordinaria vivida de modo extraordinario: enseñaba y practicaba pequeñas cosas, pero todas selladas por la delicadeza del amor.
En la iglesia estaba con sencillez y dignidad. Había en ella respecto hacia el Señor y también sentido de mortificación, al querer estar erguida sin apoyarse demasiado. No quería que se apoyaran los pies en la parte del banco que sirve para ponerse de rodillas; exigía que no se carraspeara ni se hiciesen ruidos de ninguna clase; si a uno le venían fuertes accesos de tos, le aconsejaba salir para no causar molestias. Conversando con el buen Dios, se exigía a sí misma y nos lo exigía a nosotros que se actuase con delicadeza, respeto y reverencia filial.
Afecto, tanto afecto caracterizaba su coloquio con Dios. No hablo todavía de la santa Misa, sino de la oración corriente y ordinaria, por ejemplo del rezo del Trisagio a la Santísima Trinidad o de santo Rosario o de oraciones colectivas o personales. Se servía, para sí misma y para nosotros, del alimento de la Palabra de Dios. Homilías, retiros, ejercicios espirituales se hacían siempre con mucho interés y provecho. Atenta y reflexiva cuando estaba a la escucha, convincente y ejemplar cuando exhortaba o dictaba motivos de reflexión
Abundante en recibir y dar. Experta en la vida espiritual, se dio a la asimilación de la palabra de Dios para la elevación del espíritu. En este sentido se deben entender las recomendaciones que hace a sus hijos e hijas: "que caiga el mundo, pero no dejéis de hacer media hora de meditación por la mañana y media hora por la tarde". En esto se inspiró siempre en el ejemplo de la Virgen, recordando lo que dijo de ella san Lucas cuando afirma que María meditaba y guardaba en su corazón todo lo que veía y oía de Jesús.