Un amanecer sin ocaso

María Luisa Alvarez eam

Mi vida con Madre Esperanza

Edizioni Amore Misericordioso, 8 febbraio 2008

Estas memorias fueron escritas

en el mes de agosto, 1983,

año de la muerte de la Madre

Mi hermana Manuela y yo estábamos en el Colegio del Amor Misericordioso de Madrid. Nos habíamos quedado huérfanas. Nuestra madre había muerto en 1951. Papá había fallecido en 1947.

 

Nos pusimos el uniforme de gala

No recuerdo exactamente el día pero era abril de 1954. Tenía once años.

El Colegio se preparó con varios días de antelación para celebrar algo grande. Yo no comprendía bien qué era eso de que venía la Madre Fundadora, pero de algo muy importante se trataba cuando se hacían tantos preparativos.

El día de su llegada a Madrid nos pusimos el uniforme de gala: vestido y sombrero blanco con ribete azul y zapatos blancos.

Fueron al aeropuerto dos autocares, uno con chicos y hermanas, el otro con las chicas y más hermanas. A mí no me escogieron para ir, lo que me causó una gran pena y desilusión que probablemente nadie llegó a captar. Recibimos a la Madre en la portería del Colegio agitando ramos y palmas mientras se le cantaba una canción de bien­venida.

Estuvo entre nosotras unos cuantos días en los que pudimos homenajearla con poesías, danzas y obsequios varios. Mi hermana fue una de las que pudo acercarse y besar a la Madre al declamar unos versos y entregarle el regalo de una bonita alfombra.

Las demás, como yo, pasamos ante ella para recibir unos caramelos.

Aún recuerdo aquel rostro sereno, de ojos muy vivos y penetrantes que, mirándome dijo: "tienes flequillo de traviesa pero ojos de buena ...".

Yo me sentí muy feliz. Era como si mi propia madre, que había muerto hacía ya tres años, se hubiese fijado en mí aunque sólo fuese para repetirme la sermoneta acostumbrada: "estáte quieta, mira hacia adelante" que en el fondo hacía que me sintiera algo importante para mi madre.

De aquellos días no recuerdo nada más; sólo alguna que otra escapatoria del grupo para ver si conseguíamos encontrarnos con aquella Madre, ya que las hermanas estaban totalmente absortas en ella, por lo que nosotras podíamos permitirnos hacer alguna de las nuestras...

 

Mi explosión vocacional

Durante el curso 1.956 Madre Esperanza volvió al colegio de Madrid. El recibimiento no debió ser tan apoteósico como el del 1.954 porque recuerdo pocos detalles.

Vino a vernos a la sala de costura y al enseñarle nuestr­as labores ella decía: "bravas". Nosotras disimulábamos malamente nuestras risitas ante aquella expresión que des­conocíamos fuera del ambiente taurino, pero en el lenguaje de la Madre, con marcada influencia italiana, era una expresión de halago y de ánimo.

Lo original de esta visita fue que cundió entre las chicas que se podía ir a hablar con la Madre Esperanza, sobre todo si alguna quería ser monja y tenía 14 años cumplidos.

Yo no sé qué vocación repentina me entró, lo cierto es que dije que yo también iba, a pesar de que mis compañeras insistían en que no podía hacerlo porque sólo tenía 13 años.

Empeñada en ello conseguí acercarme a la Madre para decirle que yo quería ser monja. La Madre me debió de calar con una sola mirada. Me preguntó cuántos años tenía y mi respuesta, sin titubeos, fue 14, Madre. Me hizo alguna pregunta más, me insistió en que fuera buena y al final añadió que hablaría con la Religiosa educadora de mi grupo.

Recuerdo más detalles de este pequeño episodio que no tienen mucho que ver con Madre Esperanza. La repercusión inmediata de todo esto fue mi traslado al Colegio de Larrondo (Vizcaya) al comenzar el curso siguiente, donde, según supe más tarde, había un grupo de chicas vocacionables.

Allí estuve dos años que resultaron muy interesantes pues, además de poder ver de cerca muchas "blancas" novicias, creo que allí aprendí a conocer y a amar mucho a Jesús y a la Virgen.

En 1.957 Madre Esperanza volvió a España. Esta vez la vi en Larrondo. Debió de permanecer muy poco tiempo porque no recuerdo más que algún detalle de la despedida en la que observé que alguna Hermana lloraba y aquello me llamó la aten­ción.

Desde 1.958 al 1.960 mi colegio fue Villava (Navarra) a donde me trasladaron para que empezara los estudios de Magisterio en Pamplona con las Teresianas del Padre Poveda.

Durante estos años no vino la Madre Esperanza pero sí su hermana, la Madre Ascensión y otras personas entre las que recuerdo al Padre Mario Gialletti.

Esta vez sí que fui elegida para dirigir una hermosa poesía a la Madre en nombre de todas las chicas del Colegio. Para el Padre Gialletti debió resultar muy entretenida la mañana que dedicó a grabar en magnetofón lo que las hermanas querían decirle a la Madre. A él mismo se le ocurrió la idea de que yo repitiera la poesía para que pudiese oirla la Madre Esperanza en Italia. Me sentí casi orgullosa por la suerte que me tocaba y, en parte, compensada por las veces que hasta entonces no había podido lucirme, aunque con mis 17 años, ya tenía superados varios de los complejos propios de una adoles­cente.

 

Un paso decidido

El tiempo marcaba su paso en mi alegre e inquieta juven­tud.

De alguna forma se iba perfilando también mi opción en la vida. Aquel espontáneo "yo quiero ser monja", había seguido un proceso de clarificación y así, terminado el curso escolar, el 24 de Junio de 1.960, fui admitida como postulante en la Congrega­ción de las Esclavas del Amor Misericordioso.

Larrondo era la Casa postulantado-noviciado y, Madre María Jesús Otero, la Maestra de aquel numeroso grupo de jóvenes llenas de vida y de ilusiones.

En el noviciado aprendíamos cantos que algo decían de Madre Esperanza, nuestra Fundadora, pero nada, o muy poco, se nos hablaba de su vida, de su carisma particular. El cariño que podíamos sentir por ella era algo muy superficial.

Recuerdo que todos los meses teníamos que escribir personalmente a la Madre; ésta era la única carta que se podía entregar cerrada.

Casi a finales de mi postulantado se produjo un cierto revuelo ante la noticia de que la Madre estaba muy grave, que se moría... Y más o menos esto es todo, porque por mucho que me esfuerce en recordar algo más de la Madre durante aquel tiempo, añadiría poca cosa.

Hoy pienso que hubiera sido mucho mejor que nuestras Formadoras y Superioras nos hubieran enseñado a conocerla más a fondo, a entusiasmarnos por nuestra Madre Fundadora.

De todo esto se deduce y bien se comprende, que aquella figura materna, tan providencial, que había conocido en 1.954 y que parecía haber significado e incidido algo en mi vida, estuviese ahora como adormilada, como si se tratase de alguien que no iba a tener mucha trascendencia en mi futuro.

 

Desorientación congregacional

Este aspecto empeora notablemente en mis primeros años de vida religiosa. Joven, finalizando los estudios de Magisterio, con una formación espiritual y religiosa más bien floja, sin nadie que me guíe y oriente en la inexperiencia de mi vida religiosa.

Así me halló la desorientación congregacional que se vivió en España durante el año 1965.

Sin escrúpulo se comentaba entre algunas Superioras y Hermanas: "la Madre explota a sus hijas..., la Madre está traicionando el primitivo espíritu de la Congregación..., la Madre se está metiendo en unos tinglados de Santuario que no es lo nuestro...".

En estos términos, más o menos, se nos presentaba la figura de nuestra Madre Fundadora.

Comenzó la desbandada... Hermanas y Superioras que se marchan de la Congregación. Las más atrevidas nos invitan a las jó­venes para que las sigamos. Según ellas la Congregación se hundía, la división y el fracaso eran inminentes...

Pero llega quien dice lo contrario e intenta poner orden casi por la fuerza. No hay quien se aclare. La situación se hace cada vez más tensa..., sufrimiento, lágrimas..., muchas lo pasan francamente mal.

En este marco de turbación comunitaria y congregacional, yo obtengo el título de maestra. Como premio y descanso a mi fatiga se me regala y ordena el viaje a Italia.

Finalmente, en Collevalenza, me encuentro con la Madre siendo oficialmente hija suya. El fondo de mi pupila está dañado. Miro a la Madre pero no veo en ella con claridad. ¿Qué había quedado de aquellos ojos de buena que la Madre vio en mi primera adolescencia?.

Las ideas se agolpan en mi mente contrastándose unas con otras. Ahora sí que no entiendo nada y como tampoco se sabe quien puede aclarar un asunto tan turbio y enrevesado, me refugio en una superficial ingenuidad.

Escuchando a las que parecía sabían más que yo y, entre comentarios, protestas, risas sin sentido para llenar un enorme vacío, fueron transcurriendo varios días y semanas.

El golpe de gracia se acercaba inexorablemente.

El grupo de hermanas que había permanecido unas semanas en Collevalenza, regresa a España pero a mí se me dice que tengo que quedarme en Italia todavía un tiempo.

 

Dos madres diferentes

Aquí comienza un drama psicológico y moral que no sabría cómo transcribirlo. Dos madres jugaron su papel a la vez destruyendo mi ya débil fibra psicológica y ofuscando la tenue luz interior que aún me quedaba...

Dos madres:

– una "buena" MADRE ESPERANZA,

– la otra fue sólo Superiora...

Este papel le adjudiqué en aquel momento, ya que hoy la veo como instrumento fiel en las manos providentes de Dios.

Si no hubiese vuelto a ver a la Madre Esperanza después de aquellos tristes días, habría conservado de ella un recuerdo imborra­ble. En sus palabras, en su cariñoso gesto de cogerte de la mano, pero sobre todo en su profunda mirada, dejaba ver la enorme pena de una madre que sufre ante la hija desorien­tada, fatalmente agitada y envuelta en el huracán que sin piedad sacudía y arreciaba contra la Congregación.

Y así las cosas las Superioras de Italia me ordenaron regresar a España, pero no a alguna casa de la Congregación sino al seno de mi familia. Al darme esta noticia se me puntualizó: "No pida despedirse de la Madre porque está ocupada y no la va a recibir".

 

¡Pobre Madre y pobre hija!

Yo no entendía mucho, pero mi sensibilidad ya toda rota, destrozada, tuvo un estremecimiento de dolor...

¡No hubo más!

Siguieron unos meses de sufrimiento callado, de lágrimas amargas, pausadas, de quien se encuentra en una profunda oscuridad sin saber hacia dónde encaminar los primeros pasos.

Los recuerdos me atormentaban;

al presente no le sacaba provecho;

el futuro era un caos de dudas, incertidumbres...

No me halagaban las promesas de éxito en un trabajo; el dinero, las comodidades, las juergas, el amor..., todo me sonaba a vacío. Se me repetía machaconamente: "eres libre, joven, tienes toda una vida por delante..."

 

¡Libre! ¡Qué utopía!

Nunca tan privada de la verdadera libertad, pendiente la felicidad o desdicha de toda una vida del error o acierto de mis inmediatas decisiones...

¿Quién podría echarme una mano, comprender mi verdadera situación interior?

El Dios amigo, clemente y compasivo, de alguna forma sostenía mi débil esperanza. Le recibía a diario en la comu­nión y sólo El es testigo de mi sosegado llanto, de mi angus­tia, de mis temores. Yo creo que Dios no pudo resistir más: "su amor aumenta a medida que el hombre va siendo más misera­ble", y ésta fue mi suerte, porque tuvo misericordia de mí realizando una gesta más de su inexplicable gran amor.

¿Quienes mediaron en ello?

El, que recompensa el vaso de agua dado con amor, cuánto mayor premio tendrá reservado para quien supo intuir la sed profunda y abrasadora que devoraba y consumía mi joven vida...

 

¡Bendito 17 de Noviembre!

Bendito aquel 17 de noviembre 1965, en que la Madre "buena" dictó una breve carta que firmó de su puño y letra.

Veinte días más tarde un sobre de tantos llegaba a la casa en que yo vivía con los tíos en Madrid, pero, qué pronto dejó de ser una carta más. Leí el contenido tres veces seguidas. La primera creí no haber entendido exactamente. La segunda pasada proyectó un rayo de luz intenso en mi oscuro fondo y a la tercera lectura rompía a llorar... ¡Era demasiado grande!

"... hija, si estás decidida a santificarte en la Congre­gación, puedes volver cuando quieras, pues tu Madre te espera llena de cariño y entusiasmo..."

¿Pero era posible que de esa manera tan sencilla e ines­perada concluyeran meses de intenso sufrimiento interior?

Si antes no había tenido con quien desahogar mi pena, de la misma manera ahora me faltaba quien comprendiese mi impro­visada alegría.

"... No te empeñes en volver de monja que no es lo tuyo; tu hermana sí, pero tú no vales para esa vida..."

¡Estos eran los ánimos que me daba mi familia!

Y es cierto, yo no valía, pero había "Alguien" empeñado en cubrir mis deficiencias, en suplir mi pequeñez, mi nada.

Los pasos siguientes entrañaron sus dificultades. Lo cierto y lo que vale la pena recordar es la llegada a la estación de Roma Términi, el 17 de diciembre, donde me esperaban dos herma­nas, hijas de la Madre "buena".

Omito comentar otros muchos detalles de este viaje para mí significa­tivos e interesantes.

Al día siguiente, fiesta de la Virgen de la Esperanza, casi de madrugada, sale el autocar de Roma, Vía Casilina, dirección Collevalenza, con el fin de llegar a la Eucaristía que por la Madre se celebra en el Santuario a las 5,30 de la mañana.

 

¡ H i j a !

A la salida de Misa las Hermanas se las ingenian como pueden para con­seguir acercarse a la Madre. Yo creía simplemente ser una más entre aquel centenar de Hermanas. Pero hay algo de expectante en el ambiente...

El corazón ansioso de prodigar amor y misericordia, los ojos escrutadores, rebosantes de bondad y cariño, las manos firmes, extendidas de esa gran Madre "buena", buscan "algo" que todas las presentes intuyen al instante.

En un segundo me encuentro frente a la Madre y sin mediar más palabras que un "¡hija!" solemne, emocionado..., me pierdo entre sus brazos en la inmensidad de un gesto de amor profun­do, prolongado...

Yo no veía nada. El silencio fue interrumpido por un caluroso aplauso. No hubo más. Los gestos eran elocuentes por sí solos. Si alguien no lo captó a la primera lo entendería después.

Era muy sencillo. Se había repetido una vez más de manera visible, externa, el encuentro del hijo con su padre, de la "hija" con su "madre".

En otro momento del día la Madre se fijó en mí para decirme: "hija, deja ya de sufrir", acompañando las palabras con su habitual gesto que, sin duda a equivocarme, me hablaba de ánimo, "sú, sú figlia".

Así empalmo con una vida que, más o menos, conocía. Externamente todo normal. En el fondo hay heridas sin cicatri­zar que al mínimo roce o movimiento producen dolor... Poco a poco el bálsamo irá calando, favoreciendo una situación más sosegada.

Mis siguientes encuentros con la Madre fueron casi siem­pre en grupo. Cuántas veces crucé mi mirada con la suya y siempre la misma sonrisa. Sentía la necesidad de contar, de sacar a la luz un sin fin de cosas, de gritar que Dios había sido bueno conmigo... Pero eso que "de los avisados, cuánto más de los probados, salen los escarmentados", ¡era lección aprendida!. Por lo tanto tenía que moderar mis impulsos, ¡habría tiempo para todo!.

Sin embargo, a menudo me sentía cohibida, avergonzada, como un pajarillo sin alas. No se me ocurría buscar a la Madre, hablarla de mí, pedirle un consejo, agradecerle lo que por mí había hecho. Me limitaba a lo que surgía por casuali­dad.

Pero quiso la Providencia que me asignaran un servicio de ayudante en la tienda de objetos de recuerdo y una limpieza de pasillo por el que la Madre pasaba, de seguro, al menos una vez.

Y he aquí mi oportunidad de besar aquella mano bendita todos los días, y que ella se prodigase conmigo en algún gesto materno. En más de una ocasión dijo a quien la acompañaba: "cuánto ha sufrido esta hija", y dirigiéndose a mí: "pero ya se acabó todo, ahora a santificarse".

¡Que felicidad interior me daba aquel proceder tan intui­tivo, tan sencillo! Durante el día lo rumiaba, le daba vueltas en mi mente y me decía a mí misma: entonces es verdad que la Madre me quiere, me acepta, que para ella soy una hija más, que se ha olvidado de mi mal proceder... Y es obvio deducir que esto me proporcionaba mayor ilusión, me daba fuerza. Yo misma iba constatando que, poco a poco, la alegría, la paz hacían su efecto en mí. Mis ojos empezaban a ser luminosos, mi mirada dejaba ver un fondo más sereno, mi risa volvía a ser espontá­nea, mi comunicación con los demás menos condicionada, en una palabra, empezaba a sentirme liberada de la espesa capa de bruma que durante largo tiempo había ocultado para mí el cielo sereno, la alegría de la vida.

Reencontrada, restablecida en lo más importante de mi ser, ya puedo echar a andar como el que corre en el estadio... Pero para una Madre de calidad no hay detalle en sus hijas que pase desapercibido. Y así llegó la hora de cuidar mi físico.

"Hija, te veo "deboluccia", si viene un viento fuerte te tumba. Desde mañana vas a venir todos los días, después de Misa, a desayunar a la despensa conmigo".

Dócil como un cordero acudo puntual a la gran fiesta de reconocer mi vaso entre otros siete u ocho, todos preparados por ella, donde había huevo con vino dulce. ¡Bendito huevo del que casi siempre salían dos yemas! ¡Ya era casualidad! A continuación tenía mi hermoso tazón de leche que amarilleaba de puro concentrada y genuina, y en él entraban galletas, biz­cocho, lo que ella encontrase; cuántas veces a media opera­ción volvía a llenarme la taza de leche diciendo que así me pasaban mejor las galletas. Y entre idas y venidas siempre había alguna salida de las suyas o algún consejo materno.

¡No sé explicar lo que yo experimentaba en aquel original desayuno! Casi me alegraba cuando al aumentar la dosis aquel rato se prolongaba. De allí salía disparada, con una energía y un vigor a toda prueba. La dificultad mayor era la temprana hora de la comida para la que normalmente mi estómago no conseguía hacer espacio.

Esto duró algo más de un mes. No me parece que supe agradecer en kilos ni en estatura estos cuidados maternos, pero qué duda cabe que adquirí fuerza, resistencia. En reali­dad casi se me había olvidado lo que era tener madre, la satisfacción, la seguridad, la alegría que esto proporciona a cualquiera..., y mira por donde, a mis 23 años, ¡encuentro una Madre excepcional!

Recuerdo que tampoco me dio pena cuando la Madre me dijo un día que ya podía quedarme a desayunar con la comuni­dad. Fue como intuir que cubierto aquel aspecto otra cosa saldría a relucir. Lo que empezaba a tener muy claro era que la Madre me seguía aunque yo no me diese cuenta de ello.

 

La Madre está "distraída"

Ya no sé si he visto muchas cosas extraordinarias en la Madre porque, pensándolo bien, todo era excepcionalmente grande en aquella dinámica y contemplativa mujer.

Algunas veces, en el Santuario, durante la Misa, oía que alguien hablaba en voz alta, pero cosa rara, nadie se movía ni miraba hacia atrás. Finalmente, un buen día pregunté qué ocurría y me explicaron lo que apenas entendí: "la Madre está distraída". Yo, en el fondo, no me creía ni la mitad de las cosas que contaban, aunque me guardaba bien de expresarlo en público. Escuchaba conversaciones de peregrinos que tanto hablaban del Padre Pío como de la Madre Esperanza. Estaba convencida que había más alucinación y fanatismo que otra cosa, porque la Madre también a mí me había ayudado mucho, pero todo había seguido un proceso normal, según mi criterio...

De todos modos, por aquello del cuchicheo me empezó a entrar curiosidad y verdaderos deseos de ver, oír algo de cerca en esas "distracciones" de la Madre. Y llegó la ocasión.

Recuerdo el detalle de la Hermana que pidió a las demás permitieran que yo me acercase porque era la primera vez.

¡Qué grabado se quedó en mí el rostro de la Madre, sus gestos, el tono de su voz que cambiaba según de qué estuviesen hablando, y el apenado final: "¡no te vayas, Jesús!"

Y sí que fue esa la primera vez pero, gracias a Dios, no la última.

También había oído hablar de "bilocación" lo que me parecía aún más raro que las "distracciones". Pero ¡a callar y verlas venir!, porque ya estaba convencida de que en estos asun­tos era una ignorante de campanillas.

La lección-respuesta llegó. Fue una mañana para mí de lo más insólito. Mi compañera de trabajo me dijo simplemente: "vete un rato a la sala de labor". La Madre estaba allí, sentada en su sitio acostumbrado, las manos apoyadas en el halda, los ojos fijos en el vacío y así permaneció horas y horas. Intenté salir de mi asombro preguntando qué pasaba: pero las contadas personas presentes tenían también aire misterioso, se movían y hablaban casi por señas. Total que, de la respuesta inmediata que recibí, me quedé tan en babia como estaba. Comprendí que, de momento, era suficiente contemplar aquella escena que tenía lugar en el mundo aunque, a mi parecer, sin ninguna lógica humana.

Sólo después de unos días supe que todo aquello estaba relacionado con las tremendas inundaciones que habían asolado la histórica ciudad de Florencia. La Madre salvó a varias personas de morir ahogadas. Sin más. Gentes que, profundamente conmovidas, acudieron después en peregrinación al Santuario para mostrar su gratitud al Amor Misericordioso y a la Madre Esperanza, que en aquella inolvidable mañana contemplaron mis ojos en Collevalenza y otros muchos la vieron activa en Flo­rencia.

Hoy me impresiona constatar lo lenta que era para captar, no ya detalles sino hechos gigantescos que se saliesen de mi escaso círculo cognoscitivo.

 

Mi querido tío Odón

La incansable mensajera del Amor Misericordioso continúa su labor siempre disponible en las manos de Dios para cumplir su voluntad, "por mucho que a mí me duela, por más que yo no lo entienda y aunque yo no lo vea". Era su estribillo.

Y así concluida la Iglesia-Basílica del Santuario en el 1965, comienza la construcción de la primera casa del peregri­no.

Para su inauguración en 1967, su exquisito ingenio de madre que llega a todo, lanza la idea de que
sean los familia­res de sus hijas españolas quienes tengan el honor de estrenar el magní­fico edificio. Dos personas por cada una de sus hijas podrían disfrutar de diez días de estancia en Italia con todo pagado,
incluídos los viajes.

Lástima que muchas personas de aquel afortunado grupo hoy ya no pertenecen a este mundo, entre ellas, mi querido tío Odón y la inolvidable Elvira.

Cuántos recuerdos de aquellas giras por Roma, de la audiencia con el Papa Pablo VI, de la familiaridad, la alegría contagiosa que reinaba en el ambiente. De todo ello quiero destacar el impacto que a mí me produjo constatar la emoción de mi tío en el encuentro con la Madre Esperanza. ¿Qué tendría de extraordinario esa mujer para que mi tío, hombre hecho y derecho, experimentase tal sensación al punto de llenárse­le los ojos de lágrimas?.

El intentó explicarme lo que había sentido, pero ni sabía expresarlo convenientemente ni yo era capaz de captar o com­prender algo que fuera más allá del simple hecho material. Más tarde y en distintos ambientes, le oí otros comentarios al respecto, siempre con el mismo tono de admiración.

¿Quién sabe si aquel sencillo encuentro tuvo carácter decisivo y definitivo en su vida?.

 

Grabar las palabras de la Madre

El tiempo no se detiene... y así llegamos al comienzo del nuevo curso escolar 1968.

Mi ocupación es dar clase de español a los chicos apostolinos que viven con los Padres y ayudar, los ratos libres, en la tienda de los objetos de recuer­do. Mi vida transcurre con toda normalidad, incluídas las inevitables dificultades que entraña toda existencia.

La Madre iba a menudo a nuestra sala en la Casa de la Joven; casi siempre rezábamos con ella el rosario. Otras veces nos hablaba y qué ajetreo para conseguir esconder el magneto­fón debajo de la esclavina y poder grabar sus palabras.

Yo ya estaba serenamente convencida de que, para la Madre, era simplemente una más; no creía que pudiese pensar en particu­lar en mí. Y una vez más ¡me equivoqué!.

Fue la Madre quien una mañana envió al Padre Gino a mi clase para que yo fuese donde ella a la sala de peregrinos. "Hija, he pensado ponerte con las chicas del laboratorio, ¿te encuentras con ánimos?". Sigue una serie de consejos prácticos para concluir diciendo: "bien, hija, ahora hablaré con Madre Gema".

Yo estaba impávida, escuchaba en silencio, ya que la Madre ejercía sobre mí una fuerza tal que alejaba la réplica, ni siquiera veía dificultades en lo que ella pudiese pedirme.

Desde entonces, siguiendo también con las clases de español, dediqué el resto de mi tiempo al grupo de las jóvenes que, cuando cum­plían con las ocho horas de trabajo en las máquinas de tejer, dejaban el taller hasta el día siguiente. Experiencia muy importante y decisiva, en la que hallé el modo de desarrollar mi capacidad de mujer, amiga y madre. Claro que, aparentemente a mis espaldas, la que funcionaba a tope como la verdadera mujer, amiga y madre era ella, la Madre de siempre.

Primero se había prodigado conmigo de mil maneras..., ahora me pedía que también yo diese a los demás lo que había recibido.

De vez en cuando iba a verla con el grupo de las jóvenes. ¡Qué genial era en sus expresiones! ¡Cómo sabía cuáles eran los intereses de nuestra gente joven y qué oportunos sus consejos! Estoy segura de que ellas, y han sido muchas, siem­pre recordarán su figura materna por variados que hayan sido los caminos emprendidos.

¡Gracias Madre en nombre de todas ellas!

 

¡Algo estaba madurando en mí!

En 1970 hallé el modo de enriquecer mi vida en relación con la Madre por medio de otro momento fuerte, carente de exterioridad, pero muy incisivo y profundo. Fue la época en que se grabó en cintas magnetofónicas la Historia de nuestras dos Congregaciones.

Yo fui elegida para dar voz a varios personajes, entre ellos el de la Señorita María Pilar de Arratia. Cada sesión era un aldabonazo, un abrirse horizontes que desbordaban mi corta visión.

 

¡Algo estaba madurando en mí!

Noticias o ideas que machaconamente aparecían en mi conciencia, despertaban de su absurdo letargo la admiración por la Congregación, el cariño y gratitud que aún no sentía imperioso en mí, por la Madre más madre que yo conozco.

Creo que todavía no he asimilado lo suficiente la riqueza de vida y de contenidos que laten en esa conmovedora y difícil historia.

Siguen unos años de vida muy intensa a todos los niveles; un postconcilio Vaticano II que nos cuestiona y estimula para no anquilo­sar la novedad de nuestra vida consagrada.

La Madre da la impresión que, paulatinamente, se va retirando de lo que puede llamarse dirección de la Congregación, aunque en rea­­lidad está presente hasta en pormenores que a menudo nos dejan desconcertadas.

En 1976, a últimos de año, se celebra el VI Capítulo general de la Congregación. La Madre está ausente físicamente, pero creo que todas experimentamos su viva presencia espiri­tual como Madre y Maestra.

En esta ocasión, con el beneplácito de la Iglesia, se le concedió el nombramiento de Madre General Emérita, acto muy sencillo que tuvo como escenario la sala capitular, entre hijos e hijas que, visiblemente emocionados, la aclamamos con filial cariño y gratitud.

Concluido el Capítulo, la nueva Madre general decide mi traslado a España, después de los once años de estancia en Collevalenza. ¡Todo un guirigay dentro y fuera...! Merece especial atención la despedida de la Madre que resultó ser para mí un desgarrón muy doloroso. ¿Volvería a verla en este mundo? Era mi idea punzante...

A dos mil kilómetros de distancia

¿Qué se siente de primeras cuando uno está acostumbrado a vivir junto a la Madre y de pronto te encuentras a dos mil kilómetros de distancia?

Sin ser trágica ni ñoña, tengo que admitir que la nostal­gia de la Madre me afectó profundamente y, sin lugar a duda, llegué a apreciar con una luz y con una fuerza nuevas lo que significaba la cercanía física de la Madre, aunque sólo fuese para besar su mano, cruzar mi mirada con la suya, lenguaje silencioso y tremendamente elocuente sobre todo los últimos años. Lo mismo percibías un reproche que sentías su aprobación y todo ello arropado de tanta firmeza y ternura materna que te hacía vibrar de emoción.

Cuántas veces en mi silencio interior pensaba en la Madre, llegando en algunas ocasiones a no poder contener las lágrimas. Pero mis pensamientos no
salían de mí; estaba con­vencida de que hablar con los demás de mis recuerdos, de mis temores o sentimientos respecto a la Madre no iba a tener resonancia, que se me podría tildar de demasiado hecha al estilo italiano...; pero, a pesar de todo, yo sentía dentro de mí que algo se nos estaba escapando de la mano, como quien, habiendo encontrado la perla preciosa de un tesoro de madre, no le presta la suficiente atención y merodea tras el brillo de otras perlas...

 

Ella conserva una mirada limpia

Durante los días en que celebramos los 50 Años de la Congregación, en 1980, tuve la dicha de volver a Collevalenza, ver y abrazar de nuevo a la amadísima Madre.

Se evidencia a nuestros ojos que la Madre va perdiendo energía física. Sabemos que a menudo va en su silla de ruedas y se podría pensar que como cualquier enfermo o anciano. ¡Pero no! Ella conserva una mirada límpida, profunda, un porte y una dignidad que dejan entrever retazos de cielo.

Percibimos que su palabra oral disminuye en cuanto a nitidez de vocalización y sonido. Pero a pesar de ello, la Madre sigue hablando, sobre todo con la mirada dulce, firme, escrutadora, con sus manos hacendosas, impregnadas de vida y calor, con su sonrisa amplia, afable...

¡Todo en ella es un gigante gesto de Madre!

Y habla oportunamente y, como siempre, sigue dando en el clavo, y sigue arrancando generosidad en corazones quizá algo endurecidos, y sigue pidiendo a quien puede dar más amor, más fidelidad, mayor entrega.

¡La Madre no calla, ni debe callar! ¡Todo en ella es estupenda elocuencia divina-humana! Para nosotras es cuestión de finura de oído. Unas captan más, otras menos, quizá alguna nada..., y es que, ¡triste constatación!, pero aún en este siglo se repite con demasiada frecuencia aquello de que "vino a los suyos pero no le reconocie­ron". ¡Tremenda lección y responsabilidad!.

 

Maestra de Novicias

El inexorable tiempo avanza ininterrumpidamente para bien o para mal.

En febrero de 1981, fui elegida miembro de la comisión de estudio de las Constituciones, trabajo que se llevó a cabo en Collevalenza, por lo que de nuevo pude ver y estar junto a la Madre los ratos libres de que disponía a diario.

Y ¡qué angustia de días!

La Madre se había roto el fémur el mismo día de mi llega­da a Collevalenza. Las cosas no podían complicarse más. Serio peligro de muerte amenazando a cada instante. La Madre sufría tremendamente; cada pálpito de su corazón era una gracia extraordinaria, porque humanamente no tenía explicación que su físico pudiese resistir una sola de las complicaciones graves que hicieron presa en ella. Todos vivíamos una angustia preo­cupante. ¿Jesús la sacaría de ésta? Unos días nos llenábamos de esperanza, se nos decía que algo iba mejor; en cambio otros se dibujaba en los rostros la gran duda...; nadie se decide a confiar al otro sus tristes presentimientos...

Pasan lentamente los días y la Madre sigue en su lecho de dolor. No se le escapa una queja pero los signos de sufrimien­to son más que patentes.

Durante este tiempo, concretamente el 30 de marzo, recibo la comunicación de mi nombramiento como maestra de novicias.

¡Qué revuelo interior se me organiza!

¡Entonces sí que intensifico mis visitas a la Madre! La buena de la Hermana que la atiende, tan exigente cuando se trataba de no cansar a la Madre, me acoge siempre con una benévola sonrisa; seguro que verme con el peso que me había caído encima, le suscitaba cierta compasión

Me hallé varios ratos a solas con la Madre. Yo le habla­ba, más con el corazón que con palabras, de mis miedos, de mis preocupa­ciones, mezcla de intereses personales y congrega­cionales; le pedía su espíritu su ayuda...

Ella me conquistaba con cada mirada que clavaba en mí. Cuántas veces estrechó mis manos en las suyas y yo sentía cómo se iban ablandando mis secretas resistencias. "Sí, hija", repetía de vez en cuando.

Esta contemplación de silencio, de sufrimiento sereno, de avemarías entrecortadas, fue mi mejor preparación inmediata para el servicio que la Congregación me pedía como maestra de novicias. Estoy segura de que con el tiempo otras envidiarán mi suerte.

Regresé a España y comenzaron los primeros pasos y las primeras inevitables dificultades del cambio. Me esforzaba sinceramente por superarme; pensaba a menudo que la Madre podría estar sufriendo también por mí y deseaba que por mi parte no fuese, al contrario, soñaba con que estuviese conten­ta, orgullosa de su hija...

 

El Papa salvó su vida...

A primeros de mayo fui de nuevo a Collevalenza para un segundo tiempo de estudio sobre las Constituciones.

La noche del 12 al 13 de mayo la Madre sufrió muchísimo, se le abrió la úlcera del estómago con los consiguientes vómitos de sangre. El estado de gravedad no podía ser más alarmante. El intenso sufrimiento se prolongó durante todo el día 13.

Esa misma tarde, en la plaza de San Pedro de Roma, tenía lugar el sacrílego atentado contra el Papa Juan Pablo II. Todos conocemos los pormenores de este gesto brutal... El Papa salvó su vida...

La Madre, al atardecer, tuvo una mejoría inexplicable desde el punto de vista humano.

¿Sólo pura coincidencia?

¿Dos mártires ofrecían contemporáneamente sus vidas en un misterioso intercambio de víctima sacrifical?

En estos asuntos de santos, entender algo es suerte casi preternatural. Lo que sí sabemos es que el Papa quiso hacer su primera salida de Roma yendo en peregrinación al Santuario de Collevalenza, para agradecer al Amor Misericordioso el haberle conservado la vida.

 

La cátedra de su silla de ruedas

Yo abrigaba la secreta ilusión de que las novicias transcurriesen una temporada en Collevalenza, junto a la Madre, para que llegasen a conocerla, al menos un poco.

A mediados de agosto del año 1981 el hecho material era realidad, pero cuánto trecho quedaba aún por recorrer hasta que la Madre fuese figura de primera plana en las vidas de estas jóvenes novicias... "La Madre me infunde mucho respeto"; "a mí me da cierto miedo encontrarme con ella"; "yo la siento muy distante". Apreciaciones más que normales porque, sigue siendo válido que nadie ama lo que no conoce...

Pero poco a poco la Madre se fue ganando aquellos jóvenes corazones. No hubo explicaciones u otros discursos, sólo la lección acostumbrada de su profunda mirada, su sonrisa, sus acogedoras manos..., y todo desde la mejor cátedra de su silla de ruedas, con la elocuencia de su sufrimiento sereno, de su gesto de mujer orante. Sin hacer violencia, la anciana Madre rejuvenece dando vida a tres nuevas hijas que poco a poco se unirán a ella incondicionalmente. Se sienten cada vez más atraídas hacia la Madre por no sé qué misteriosa intuición que cala en profun­didad.

Resultado a corto y largo plazo: nace el filial cariño por esa venerable y excepcional anciana Madre.

Ella ha significado mucho en sus vidas, en su lento camino de preparación a la consagración religiosa. Con verdad y conocimiento de causa pueden testimoniar si una vida cambia cuando se lleva a cabo el encuentro profundo con la gran mujer que no conoce ocaso en su calidad de Maestra y Madre.

Nuevamente, en agosto de 1982, vamos a Collevalenza las tres novicias, una postulante y yo.

¡Esta vez todo va sobre ruedas!

No hace falta animarlas o facilitarles la posibilidad de pasar algún rato con la Madre. Sienten profundamente su espe­cial maternidad por lo que, libres y desenvueltas, se cuelan en los ambientes de la Madre siempre que encuentran el hueco.

Varias veces tuve el gusto de contemplar el cuadro que ofrecía la Madre rodeada de estas cuatro jóvenes, las últimas llegadas, en ese momento, a la gran Familia. La Madre las absorbía totalmente, se prodigaba con ellas en gestos de cariño, las observaba con la peculiaridad de su mirada y en ocasiones también les dijo, con palabras muy suyas, detalles personales y concretos... ¡Filmar lo que se producía en el interior de cada una habría sido fabuloso!

Cada día crecía en ellas el hambre de alimentarse de su presencia, de su historia, de sus escritos. Todo les parecía poco y tenían sobrada razón.

 

Ultimo encuentro con Madre Esperanza

Llegó el momento de regresar a España. Era sábado, 4 de septiembre. Hoy recuerdo con emoción esa fecha porque fue el último día que vi con vida a la Madre.

Ya la víspera, conscientes de que era el último encuen­tro, aunque no pensábamos fuese el definitivo, nos entretuvi­mos con ella cuanto pudimos.

A la mañana siguiente, muy tempranito, la Hermana nos permitió entrar de nuevo en la habitación y así pudimos dar nuestro último beso y adiós a la amadísima Madre... Salimos visiblemente emocionadas, con el corazón encogido. ¿Volve­ríamos a verla en este mundo?

Presagios y temores que intentábamos ahogar en nosotras mismas. Nos entristecía admitir que la realidad de una separa­ción definitiva de la Madre no podía andar muy lejos. La Madre era muy mayor, estaba muy enferma, aunque el miedo, la sospecha más fundada era constatar que había cumplido hasta la última tilde el designio de Dios como principal mensajera de su amor miseri­cordioso. Ella sí que podía repetir junto a su gran amor Jesús: "consumatum est, todo está cumplido".

Ya en España reanudamos nuestro trabajo de formación con intensidad, ilusión. La Madre está presente en nuestro ambien­te de noviciado con varias de sus fotos, frases murales; la hallamos en sus escritos que intentamos asimilar con la mayor fidelidad posible; la recordamos con fuerza en la oración pero sobre todo la sentimos muy dentro de nosotras mismas.

El 4 de febrero 1983 llegan a España alarmantes noticias sobre el estado de salud de la Madre. Como en otras ocasiones, y más si cabe, rezamos con fe y mucha confianza, personal y comunitariamente. No se habla de otra cosa, ¿qué pasará?. Cada llamada de teléfono nos da un vuelco al corazón... Queremos abrigar la esperanza de que la Madre se recuperará como había ocurrido otras muchas veces, pero todo parece desvanecerse. Cada hora que pasa es un terrible íncubo, una desgarradora angustia y preocupación..., y por medio dos mil kilómetros de distancia. ¡Sólo Jesús sabe el oro que yo habría dado por estar junto a la Madre los últimos días de su vida terrena!

 

La Madre ha muerto

Con pasos afelpados pero firmes, seguros, llegó lo que ningún Hijo ni Esclava del Amor Misericordioso habría deseado oír en su vida:

¡LA MADRE HA MUERTO!

Eran las 8,05 de la mañana del 8 de febrero de 1983.

El desahogo de las lágrimas era el único recurso a nues­tra disposición para dar rienda suelta a la tremenda pena que nos oprimía.

Se me brindó la posibilidad de viajar ese mismo día a Collevalenza en avión. En Bilbao el cielo era una densa nube grisácea. La ininterrumpida nieve blanqueaba el paisaje. Se suspenden algunos vuelos por la inclemencia del tiempo... ¡Qué horas más eternas!

Finalmente salimos.

Yo no hallaba lógica a mis pensamientos, me parecía estar bajo el efecto de una mala pesadilla, de un horrible sueño. Viajaba. Iba a Collevalenza. Pero ¿a qué? ¿Cómo podía ser cierto que la Madre hubiese cerrado sus ojos para siempre a los hijos e hijas que tanto amaba, que sus manos dejasen de comunicar calor, ánimo y posasen inertes en su pecho? Pero, ¿cómo era posible todo esto?

Mi cabeza era un laberinto de ideas confusas, tristes...

Hacia las ocho de la tarde llegamos a Collevalenza. ¡Qué distinto me parecía todo! Llegaba el terrible momento de tocar con mano la cruda realidad.

El ascensor señala el 8º piso. El mismo pasillo. La entrada a la habitación de siempre...

No queda más remedio que dar cara a la triste escena.

Finalmente mis ojos contemplan el cuerpo sin vida de mi verdadera madre..., mis trémulos labios se acercan a su ros­tro..., mis manos tocan sus manos...

Mi mente es incapaz de pensar. Sólo hay capacidad para contemplar. La pena y las lágrimas son mis compañeras in­separables...

¿Cómo vamos a desenvolvernos sin ella? ¿A quién vamos a recurrir ahora para pedirle que rece por nosotros?

Todo era tan tremendamente triste y real que hasta la fe estaba lánguida en mi interior.

 

¡Qué hermosa era la vida!

Al día siguiente su bendito cuerpo fue expuesto a nuestra veneración en la Cripta del Santuario.

Pasé horas y horas ante ella participando en la ininte­rrumpida cadena de misas y rosarios que se decían.

Mi mejor tiempo para estar junto a la Madre eran las madrugadas de 2 a 5. Poca gente, mucho silencio... ¡Todo favorecía una contemplación sin medias tintas!

A los pies de la Madre estaban todos los libros que ella había escrito para sus hijos e hijas. Ella ya no movía sus labios, no hacía un gesto más, pero su espíritu, su preciosa herencia nos la dejaba en ellos...; seguiría viva entre noso­tros en cada renglón, en cada palabra...

Leí varios párrafos de alguno de estos libros en aquel ambiente de silencio, de penumbra y confieso que unos me emocionaron, otros los comprendí en una nueva luz; casi todo lo hallaba distinto, más entrañable, más cargado de sentido. Donde podía introducía mi nombre, como si la Madre me estuvie­se diciendo a mí personalmente lo que en ese momento
leía. El impacto fue muy fuerte y no me resulta fácil expresar con palabras lo que sentía, experimentaba.

Contemplé, en una lentísima proyección, la película de mi vida en relación con la Madre. ¡Qué misterio!, y en el fondo ¡qué hermosa era la vida!

La oración se hacía apenada queja, sincero arrepentimien­to, decidido propósito, ardiente súplica... La Madre me escu­chaba, estaba segurísima de ello. Yo la contemplaba muerta con ojos de carne pero comenzaba a sentirla viva más que nunca en la tenue luz que empezaba a renacer en mi desolado interior.

Ya no había horarios que respetar para estar junto a ella; se le podía hablar hasta de lo que uno considera más íntimo en presencia de otras personas...

Un espectacular manto de nieve engalana el paisaje en nuestra despedida terrena de la Madre. Todo es especial, distinto...

Pasa un día y otro, hasta seis, y el cadáver de nuestra amadísima Madre se conserva como si fuera el primero. Parece que te sonríe..., sólo le falta abrir los ojos.

No se siente en su rostro y manos ese escalofriante hielo de muerte, y una de dos, o el cariño es tan grande que llega a dar calor a lo que está frío, o el Amor Misericordioso lleva a cabo una de las suyas...

Emocionante, inolvidable la despedida congregacional a su Madre, de los numerosos hijos e hijas reunidos ante sus restos mortales.

Escuchamos con veneración su testamento espiritual del que ante ella se nos entrega copia. Renovamos nuestra consa­gración religiosa..., nunca tanta fuerza y unanimidad en las voces para prometer fidelidad hasta la muerte... Y terminamos llorando y cantando:

Dejas, Madre, a tus hijos en este mundo

como todos los mortales.

Nos parece un sueño,

pero ya no se oye tu voz

Para nosotros es la hora de la cruz.

¡Pero Tú estás viva,

estás entre nosotros!

¡Cristo ha resucitado!

Amén. ¡Aleluya!

 

Un "sin fin" de flores

¡Qué momentos!

Se está agotando el tiempo. Pocas horas más y nuestros ojos ya no verán el cuerpo sin vida de la amadísima Madre­...

A ratos dejo prevalecer en mí el sentimiento y siento como si me desgarrasen interiormente. ¡Todo es tremendamente cierto!

El cuerpo de la Madre yace en su sencillo e impresionante ataúd; blanquísimo por dentro como lo fue su alma enamorada de Dios. En él descansará para siempre la infatigable mensajera del Amor Misericordioso.

Variadas y muchas, muchísimas flores.

¿Era aquello una fiesta, un improvisado jardín?

¡Cuánta emoción, cariño y gratitud proclamaban aquel sin fin de flores!

La definitiva despedida de la Madre no pudo ser más completa. A hombros de sus hijos e hijas recorre los ambientes que tanto saben de sus lágrimas, sufrimientos, consolaciones, alegrías....

Penetra en la entrañable Capilla del Crucifijo, sale a la gran plaza y majestuosamanete asciende por la escalinata de la Basílica mientras repican las campanas, uniéndose a muchas lágrimas y al conmovedor aplauso del gentío en el momento de su entrada en el Templo.

Una magnífica corona de Obispos y Sacerdotes rodean el blanco altar para la celebración de la Eucaristía. Y gente, mucha gente, cada cual con su propia historia en relación con la Madre... ¡Todo es particularmente expresivo!

Ya sólo vemos el sobrio y luminoso ataúd, el tesoro quedó dentro para siempre. Antes de depositarla en la tumba de cemento, hijos e hijas la rodeamos y, durante casi una hora, recordamos las canciones más queridas a la Madre, las que evocan tiempos en los que ella lo era todo...

Se entremezclan notas y lágrimas. Era como un ulterior deseo de manifestar nuestra adhesión a la Madre, a lo que ella siempre había soñado para sus hijos e hijas: vernos siempre unidos en la caridad y amor fraterno, en la vivencia del único carisma.

Un último, entrañable beso a la caja. A continuación una enorme losa de cemento la cubrirá para siempre...

Así concluye un día histórico en nuestra Familia religio­sa:

13 de Febrero de 1983.

Regresamos a España. De momento no hay tema que desvíe nuestro centro de atención: ¡La Madre, la Madre, la Madre! ¡Qué obsesión la mía! De veras empezaba una etapa nueva en nuestra historia.

Ella nos había dejado definitivamente solas...

 

El grano de trigo...

¿Sabremos conservar su espíritu, ser tan fieles que formemos el broche de gloria a nuestra amadísima Madre Fundadora?

Detrás del altar de la Cripta un juego de líneas y de brillante ingenio forman el mausoleo a MADRE
ESPERANZA DI GESÙ,
el suelo que majestuoso se eleva para acoger sus restos mor­tales.

Es el grano de trigo que cuando muere da fruto... la levadura que fermenta la masa...

Ella queda incorporada para siempre a su amado Santuario al que seguirá dando vida en su impresionante silencio...

El VII Capítulo general de la Congregación, celebrado en Collevalenza, lo preside la Madre en espíritu y en la magnífica fotografía de 1,20 metros de lado.

Capilla del Crucifijo y Cripta son los lugares de cita obligatoria que yo me prefijo a lo largo de los 40
días de traba­jo capitular. Dudas, preo­cupaciones, penas, gratitud, alegrías e ilusiones forman una silenciosa e invisible algarabía en la acogedora paz de su tumba.

La Madre, que vive un amanecer sin posible ocaso, no puede hacer a menos de velar por sus hijos. Yo siento profundamente esta realidad y vivo confiada y serena porque estoy segura de que mis tres madres en el cielo:

La V I R G E N M A R I A,

M a n u e l a

y la Madre ESPERANZA,

acompañarán mis pasos dondequiera que esté...

Serán testigos de mi esfuerzo, de mis luchas, derrotas y victorias hasta que un día, colmado mi sueño de fidelidad a la Congregación, la muerte me reúna con ellas en el interminable himno de alabanza al

Dios Amor Misericordioso

que siempre perdona,

olvida y no cuenta...