... y se encendio una esperanza Juan José Argandoña Ros, fam Madre Esperanza de Jesús Edizioni Amore Misericordioso, junio 2005 |
EN EL CEFIRO ESTA DIOS
Dicen que a finales del siglo pasado a Dios no le tuteaban como lo hacemos ahora. Se le tenía un respeto bárbaro, un santo temor. Incluso donde no llegaban los efectos del jansenismo Dios era considerado el Todopoderoso, el Señor de los ejércitos, vencedor de batallas, justo juez.
Brillaba ya entonces en el capítulo IV, versículo ocho, Primera de Juan, esa pequeña perla leterario-teológica que dice «Dios es amor», pero parece que pasaba desapercibida entre tanta enfática proclamación de la justicia y del rigor de Dios.
En Lisieux se había levantado una pequeña voz, abogando en favor de la ternura y de la misericordia de Dios, pero la sutil intuición de Santa Teresita, permanecía casi oculta entre el perfume de las violetas del huerto e las melodías del órgano del convento.
Casi hasta nuestros días hemos seguido angustiándonos con la meditación de la rigurosa justicia de Dios. Los predicadores se pasaban un poco; incluso algunos se regodeaban recreando cuadros apocalípticos, incluso las más sensibles y abiertas al eterno proyecto de amor recíproco entre el creador y la criatura, no podían desasirse de cierta sensación angustiosa ante la contemplación de los misterios divinos. Era por tanto urgente una más profunda, exacta relectura del Evangelio; había que sacar a la luz toda la ternura que latía en sus páginas, que se desprendía de cada gesto y palabra del mismo Jesús. Estaba a punto de florecer la teología del Amor Misericordioso. Amor cargado de misericordia: esos eran los atributos que para sí se reservaba Dios y quería que el hombre, de una vez por todas, se enterara. Esperanza de Jesús se disponía a tomar el relevo de Teresita de Lisieux; finalmente el mundo se iba a enterar.
EN OLOR DE SANTIDAD
"Es Preciso que nosotros trabajemos cuanto podamos para que el hombre conozca el Amor Misericordioso de Jesús y vea en El un bondadoso Padre que se abrasa de amor po todos" (M. Esperanza de Jesús) Por muy esperada que fuera no dejó de ser impactante la noticia. En manos de las monjas, el teléfono adquiere resonancias de violín. A la mañana temprano en Roma y en Madrid, en Alemania y en Brasil, todas las esclavas y los hijos del Amor Misericordioso, amigos y simpatizantes, ya estaban enterados: la madre acababa de fallecer. Las adversas condiciones climatológicas, lo intempestivo del momento escolar, no fueron óbice para que la afluencia fuera casi masiva.
Encontramos a la Madre Esperanza en su santuario del Amor Misericordioso de Collevalenza colocada sobre una mesita inundada de flores cual víctima sobre un altar, con los libros que había escrito a sus pies, con una corona de gente orante a su alrededor. Las autoridades religiosas y civiles ya la conocían bien. «Puede quedar expuesta al público todo el tiempo que consideréis oportuno, siempre que su físico responda. Sanidad se encargará de realizar las oportunas averiguaciones». El físico de madre Esperanza respondió una vez más, toda la semana cada vez más guapa y serena, hasta que el domingo se celebraron las exequias fúnebres. Antes desfilaron ante ella los miles de italianos a quienes la extraordinaria nevada se lo permitió. Muchos. Muchas almas. Muchísima emoción contenida.
Alguien colocó un grueso libro blanco a su lado. Fueron cayendo como blancos copos de nieve miles de firmas, sentimientos de gratitud, piropos a los divino, una común, irrefrenable sensación de orfandad espiritual: «Madre Esperanza ¿por qué te vas? No nos dejes solos. Madre, grazie, grazie, grazie...»
Las tres de la tarde de un domingo no es la hora más oportuna para un funeral.
La ventisca azotaba a los Apeninos centrales y sólo trescientos sacerdotes de los muchos miles que hubieran deseado decirle «addio e grazie» a la Madre Esperanza pudieron subir a la colina aquel gélido domingo de febrero de 1983.
Otros diez Obispos rodeaban a monseñor Lucio Grandoni, ordinario de la diócesis de Orvieto y Todi que presidía la misa y la procesión de funeral. Los fieles, la gente sencilla, sus privilegiados y mimados italianos también estaban allí; más de cuarenta mil. Se la llevó entre cánticos y oraciones, en procesión, de la basílica superior al santuario para que posara por última vez, aunque encerrada en una sencilla caja de madera, sin más adornos que una cruz, ante «su» crucifijo del Amor Misericordioso. Volvió a salir el cortejo al exterior, atravesó en círculo la gran plaza redonda, penetró esta vez en la basílica inferior o cripta. Detrás del altar, en un sencillo pero bonito mausoleo, rodeada de luces y oraciones, descansa para siempre madre Esperanza de Jesús, como ella había deseado, lo más cerca posible del Amor Misericordioso.
ESPAÑOLA, DE LA HUERTA MURCIANA
Madre Esperanza, o madre Speranza como la conocen los más, no es italiana, sino española. Nació en Santomera (Murcia) cuando este hermoso pueblo de la huerta murciana no era ni tan grande, ni tan opulento.
Tampoco la familia Alhama Valera era rica, más bien todo lo contrario. Por no tener, el señor José Antonio, «el Marta», y la señora Carmen no tenían ni una mísera casucha para ir colocando sus «martitas». Un vecino, Antón «el Morga», que a su vez cultivaba en alquiler los campos de la familia Campillo González, les prestó una pobre y precaria barraca al construirse él su modesta casita. En esta humilde barraca nació madre Esperanza el 29 ó 30 de septiembre de 1893. Pobres de recursos económicos, pero no de espíritu y de vida; sus padres le trajeron bien pronto otros ocho hermanitos a los cuales la hermana mayor les cedió sitio trasladándose a vivir a casa del párroco. Don Manuel Aliaga la bautizó en la iglesia parroquial dedicada a la Virgen del Rosario y le impuso el nombre de Josefa. No se imaginaba en aquel momento el buen sacerdote que, pocos años más tarde, la pequeña iba a entrar en su domicilio en calidad de criadita para emprender desde allí un vuelo con rumbo celestial. Sus dos hermanas, Inés y María, más por caridad que por interés, la acogieron en la casa rural cuando tenía cinco o seis años, proporcionándole, a cambio de los consabidos servicios propios de la edad, educación, instrucción y sustento. Josefina quedó favorablemente marcada y agradecida para toda la vida.
UNA CHIQUILLA COMO LAS DEMÁS
Fue Josefina una niña despierta, activa y dotada de una innata y extraordinaria piedad. Sus travesuras, las típicas, aunque alguna impregnada del suave aroma de la santidad, ya desde entonces.
Adicta a la sopa casi tanto como Mafalda, la metió en una ocasión en un zapato, para abreviar el castigo materno y luego se olvidó de vaciarlo antes de volver a calzarse para salir a la calle. Otra vez alivió la clásica incomodidad de la grupa y hasta el frío del jumento con el que jugaba en compañía de sus amigas, recortando un enorme agujero en la colcha matrimonial de casa vistiéndosela por las orejas. Tampoco tuvo excesiva culpa el día que colocó un hermanito para que descansaran ambos, en el agujero de un viejo olivo, sobre improvisado lecho de ricas y secas hojas y luego al ir a rescatarlo, tras divertidos y prolongados juegos por los campos, se percató que el muy ladino se había hundido por el interior del tronco hasta las mismísimas raíces. La paciencia y pericia de un leñador y el propio sacrificio de la planta evitaron lo peor. Entre hojas, polvo y hormigas, el infante apareció ileso; la que no salió tan bien parada del trance fue la descuidada hermana, dados los eficaces métodos pedagógicos que gastaban en aquellos tiempos.
Si bien estas y otras chiquilladas del estilo las admitía y relataba ella misma, hay una que recordaba con particular satisfacción. Total, que cansada de esperar la edad canónica para poder comulgar, un día que un sacerdote foráneo sustituía a su párroco, se coló entre las viejecitas del pueblo y elevándose sobre las puntas de los pies para aparentar mayor edad, pudo realizar el sueño de su niñez: recibir a Jesús sacramentalmente. Ni la inmutaron luego las reprimendas por su falta de obediencia, de adecuada preparación, permiso y hasta del preceptivo ayuno previo. ¿Qué importaba el chocolate desayunado antes, si Jesús no se alojaba en el estómago, sino en el corazón? Ella quedó además íntimamente convencida de que Jesús no se iba a ausentar hasta que hiciera la próxima comunión. No sé cómo lo compondrán los teólogos, pero somos muchos los que compartimos su íntima convicción de que Jesús sacramentado ya no abandonó jamás el aposento generoso de su alma. Por su parte insiste en sus escritos para que se les enseñe a los niños a invitar a Jesús a permanecer en ellos después de la comunión, más allá del tiempo que duren las especies.
«ANTES DE QUE SE ME ENDUREZCA EL CORAZÓN...»
Veintiún años no se cumplían tan fácil a principios de siglo y eran necesarios para tener la mayoría de edad. Cuando los hubo sumado todos, Josefina pudo realizar el sueño de su vida: consagrarse a Dios en la vida religiosa. Desechó otras posibilidades y optó por un instituto en vías de extinción: el Calvario de Villena.
En principio le hubiera gustado atender a los enfermos, pero en un hospital, al sorprenderse del poco interés de la religiosa que la acompañaba ante un moribundo, ésta le espetó: «Tranquila, que pronto se te endurecerá el corazón a ti también», a lo que la buena Josefina replicó: «Antes de que se me endurezca el corazón prefiero marcharme», y se fue.
«SI EL GRANO DE TRIGO NO MUERE...»
En Villena se dedicó a las alumnas y a la gente del pueblo, pero el suyo, compuesto de un ramillete de religiosas muy mayores, era un instituto sin futuro. Así que ella misma, con M. Mercedes Vilar Prat, aconsejada por el padre Juan Oteo y con la colaboración del obispo de Cartagena-Murcia, monseñor Vicente Alonso Salgado, cooperó para que la Sagrada Congregación de los Religiosos aprobara la fusión de las Hijas del Calvario de Villena con las Misioneras Claretianas. El decreto de anexión se firmaba en Roma el 30 de julio de 1921.
Josefina, que en Villena era madre Esperanza de Jesús Agonizante (1916), en noviembre de 1921 hará su profesión perpetua asumiendo el nombre de Esperanza de Santiago. Pese a lo profético que resultará con el tiempo, no debió de ser ni de su elección ni de su agrado tal nombre, porque, como ella comentará con humorismo más tarde, lo llevaba una vecina suya, vendedora de dátiles, que tenía por costumbre limpiarse las manos restregándolas con energía... en su propio vestido.
Nueve años durará su experiencia claretiana hasta que en 1930, previa dispensa de votos, fundará las Esclavas del Amor Misericordioso. En nueve años la obediencia le proporcionó estancia en cinco comunidades distintas. Menos de un mes permaneció en Villena, después de la fusión, para ser sucesivamente trasladada a los conventos de Vicálvaro, Vélez Rubio y calle de Toledo y calle del Pinar en Madrid. Menos de superiora le tocó hacer de todo: portera, sacristana, administradora, encargada de los niños.
La vida religiosa era evidentemente su sitio específico, el lugar y la forma de vida donde podía realizar el sueño más profundo de su alma: vivir con y para el Esposo Divino, dedicándose al mismo tiempo al servicio de las almas. Fueron años intensos, de rápido progreso en el camino de la santidad. Por otra parte, su vida religiosa no iba a ser, no podía ser anónima y tranquila. Con asombro unos y con recelo otros, iban viendo las personas que con ella convivían que Dios le concedía numerosas gracias extraordinarias. Sufrimientos físicos atroces se mezclaban con consolantes experiencias místicas. El obispo de Pasto, en Colombia, mandó publicar en el «Boletín de la Diócesis» que la religiosa española se le había presentado en bilocación para darle urgentes avisos de parte de Dios. Desde América llegaban visitas a la puerta del convento preguntando por madre Esperanza. ¿Qué es lo que quería Dios de ella, para qué la estaba preparando?
Ahora, a distancia de tiempo, vemos con claridad que Dios había puesto su mirada en esta su humilde esclava y se la reservaba para llevar a cabo un plan especial en beneficio de la humanidad. Iba a ser la depositaria de un carisma extraordinario: sería la encargada de difundir por el mundo la «nueva» devoción del Amor Misericordioso. Para ello tenía que ser santa, pero santa de verdad. Fueron sus directores espirituales, quienes, desde la privilegiada perspectiva de su alma abierta como un libro, pudieron vislumbrar su misión y la prepararon a conciencia. Hoy nos pueden parecer exagerados sus métodos, pero la madre nunca lo creyó así y se sometió con determinación a su dirección y, además de cooperar con total responsabilidad, agradeció siempre profundamente su apoyo y colaboración. Era consciente de que tenía que purificarse, ella misma y sus intenciones, como el oro en el crisol. Así el Padre Antonio Naval, santo director de espíritu, que conocía sus interioridades y sabía de qué percal estaba formada su dirigida le exigía el máximo.
- ¿Que vienen a visitarte unos próceres de Colombia? Pues, venga antídotos contra la soberbia. Madre Esperanza tuvo que atenderles en el recibidor mordisqueando, por obediencia, un mendrugo de pan con ademanes de persona demente.
- ¿Que su naturaleza era en extremo pulcra y le gustaba llevar la pechera almidonada blanca como la nieve y reluciente más que la luna? Pues, ¡hala!, a mancharla con chocolate y presentarse al visitador. Llegado el caso, él mismo dirigía personalmente las operaciones.
- ¿A eso le llamas tú babero manchado de chocolate? Trae la taza. Y se la vaciaba encima.
- Hala, hija, ahora sí que puedes practicar la modestia. Esto te purifica las intenciones, adelante.
Otra vez le ordenó que pasease por las calles de Madrid, bajo un sol de justicia, con un enorme paraguas «de esos que llevaban los carros a rayas rojas y verdes que apenas podía sostener con las dos manos». La gente exclamaba a su paso: «Pobrecita ha perdido la cabeza» y ella avanzaba en virtud que era de lo que en el fondo se trataba. Más tarde, cuando la vida le exigirá dosis de obediencia aún más sangrante, la encontrará preparada. Justo y oportuno sería decir también que sus padres espirituales fueron siempre sus constantes animadores, extremos defensores y, en momentos particularmente difíciles, sus únicos apoyos humanos.
La vida de comunidad también era fragua de purificación y superación y, ¿por qué no? de buen humor.
Un día una novicia le escondió, a título de broma, las vinajeras de la iglesia que ella solía dejar a secar al borde del pozo, pero que, después de la regañina de la superiora, colocaba a prudencial distancia. Mientras se devanaba los sesos buscándolas por todas partes, intervino tajante la reverenda:
- ¿Dónde quiere vuestra caridad que estén? En el fondo del pozo. Si fuera un poco más obediente no le pasaría. Ahora sacará toda el agua del pozo hasta que aparezcan.
- Pero madre, el pozo es de manantial y además las vinajeras no pueden haber caído dentro porque las dejé en el suelo como vuestra caridad me había sugerido...
- He dicho que hasta la última gota.
Un cubo subía y otro bajaba pero, según relata ella misma, parafraseando la jota navarra sin quererlo, «el agua apenas aminoraba, porque yo la restituía con las gotas que sudaba».
A la hora de comer, al ver la novicia que madre Esperanza, en vez de acudir a refectorio, seguía dale que dale con los cubos, se percató del estropicio que le estaba causando y corrió a arreglar el entuerto. Se logró apenas que la reprimenda final fuera un poco más suave y..., a esperar la próxima.
Estas pruebas que tanto la ayudaron a alcanzar la heroicidad de las virtudes, las solía traer a colación más tarde para inculcar la virtud de la obediencia a sus hijos e hijas.
QUE TENDRA EL DOLOR...
El paralelismo con Jesús, que será sorprendente durante toda la vida de Esperanza, comienza desde el anonimato de la infancia y se materializa sobre todo en el dolor. No sé si será el dolor la asignatura pendiente de nuestros teólogos o de los cristianos de nuestro tiempo, el caso es que aún estamos por descubrir y asimilar su importancia, aunque fácil es comprobar su cuantiosa presencia en las obras de Dios y vislumbrar su valor. A Esperanza le tocó en suerte una gran porción; se podría decir que fue otra Dolorosa. Sabemos que llegó a compartir los dolores de Jesús agonizante y crucificado hasta los últimos detalles. Son muchos los testigos presenciales que afirman que, particularmente durante la Cuaresma y en la Semana Santa, revivía y experimentaba la madre los mismos sufrimientos y fenómenos que Jesús en su pasión. Siempre aceptó la cruz del sufrimiento con entusiasmo y la deseó y solicitó con insistencia. «Gracias, Señor – solía repetir –, porque me has dado un corazón para amar y un cuerpo para sufrir»
Como en la vida de casi la totalidad de los santos, se alternan en la de la madre Esperanza gravísimas enfermedades e inexplicables curaciones.
Por suerte es tan moderna ella, tan reciente su vivencia que disponemos de abundante documentación, seria y fehaciente, para conocerlas en su profundidad. Conoció las interioridades de hospitales y quirófanos y la reconocieron muchos médicos italianos y españoles, aunque ella, en extremo recatada y despreocupada por su salud, los rehuía con tenaz perseverancia; convencida como estaba por otra parte que las pruebas físicas Dios se las proporcionaba y Dios se las quitaba.
Valga una pequeña anécdota. Cierta dama romana le había enviado a Collevalenza un afamado especialista. Se dejó reconocer por pura cortesía y ni se inmutó ante el veredicto. Eran tan graves y numerosas las dolencias, que el doctor le diagnosticó que tenía que guardar cama y recurrir a varios y costosos medicamentos. Humilde y rápidamente se retiró a su habitación, más no tardó mucho en asomarse a la puerta para preguntar:
- ¿Se ha ido ya ese médico romano?
- Acaba de marcharse, madre.
- Menos mal; pues yo me voy a la cocina que estará la pobre cocinera acusando mi ausencia, con el trajín que tiene entre manos.
No le gustaba perder el tiempo en chequeos y visitas, pero era disciplinada y afable en esos momentos, aunque su disponibilidad no siempre llegaba a satisfacer a los doctores. Estos la comprendían y, sobre todo, los que la conocían bien se lo tomaban con filosofía porque la salud de la madre los traía de cabeza. Un doctor de Todi, que la seguía con cierta asiduidad, solía contestar al teléfono cuando desde Collevalenza lo llamaban angustiados porque la madre estaba gravísima.
- ¿Es que ya no tiene nada que hacer? Porque si sigue teniendo trabajo la madre ya me diréis a qué voy yo allí...
«Imposible acostarme – le solía replicar ella, con su gracejo sureño – tengo mucho trabajo y no puedo tomarme el lujo de ir a la cama». Y el pobre hombre se iba preguntándose a la luz de la ciencia cómo aquella mujer podía tenerse en pie con semejante cuadro clínico.
En Madrid, en siete meses fue sometida a tres intervenciones quirúrgicas. Ella misma da fe de la primera en una declaración que el Tribunal Eclesiástico de Madrid le solicitó sobre un presunto milagro para la canonización del padre Claret. «La operación tuvo lugar en el hospital de San Carlos en enero de 1922; me operó el doctor Recaséns; por lo que me dijo el médico antes de operarme, sé que me abrieron el vientre y creo que la operación consistió en la extirpación de un ovario y de parte de la matriz».
En efecto, los buenos servicios de los médicos no eran suficientes con esta enferma y en cuanto a ella lo mismo le daba acudir a la ciencia humana que a las fuerzas divinas. Así relata la aportación de su fundador: «Pedí a mi buen padre (San Antonio María Claret) me alcanzase del Señor la salud, si me convenía..., al día siguiente la madre superiora me dijo que si me encontraría con ánimos para poder recibir la Sagrada Comunión, yo dije que sí y entonces se fue a avisar para que me la trajeran, yo entretanto volví a encomendarme a mi santo padre con una confianza tal que es imposible explicar, al poco recibí la Sagrada Comunión y junto con ella el beneficio de la salud. El médico me dijo: «Madre, Dios la ama mucho». Así de sencillo y así de sublime. Era el mes de diciembre de 1925 y el doctor Leonardo Pérez del Yerro concluyó su estudio sobre el caso afirmando que, una vez más, la curación de la madre era «extraordinaria» y sin explicación natural».
En Collevalenza sorprenderá alguna vez a las hermanas bajando a la cocina mientras la comunidad, reunida en la capilla, pedía por su salud.
¿DÓNDE TIENE FIN LA CARIDAD?
La voluntad de Dios fue siempre el secreto móvil de sus decisiones y de sus obras ¿Por qué entonces se metió en la aventura de querer reformar las Constituciones de su instituto, de llenar de pobres la casa de la calle de Toledo, en Madrid, y luego defender contra viento y marea a las niñas internas en la calle del Pinar?
Fueron en efecto tres momentos sangrantes y glorificantes de su vida. Dios la llamaba, como a Santa Teresa, no a una vida tranquila y regalada o a una congregación cómoda y rutinaria, sino a una contemplación sublimante y a una caridad solícita. No iba a ser su vida un remanso de paz sino un torbellino. Encontró también entonces, como siempre, adhesiones entusiastas y fría y enconada oposición.
Navidad de 1927, calle de Toledo. La madre quiere dar de comer a algunos pobres. Acude repetidamente a su superiora. Finalmente ésta consiente.
-¿De cuánto dinero dispone?
- Sólo de trescientas pesetas.
- Bueno, pues se las arregle con eso, pero sin tocar nada de la despensa. Madre Esperanza compra un poco de carne, aceite y algo de fruta. Por lo menos podían comer dos o tres personas.
El día de Navidad «de una manera misteriosa» se ha dado cita una fila de pobres «de la cual no se veía el final».
La madre superiora al ver el gentío se asusta.
- Pero ¿quién los ha llamado?
- Yo no, madre superiora, habrá sido el Señor.
El Señor que los había llamado se mostró tan generoso que «después de haber dado de comer a todos aquellos pobres durante dos o tres meses, aún nos sobró carne, aceite, fruta...»
- ¿Dónde tiene fin la caridad?
Esperanza quiso también darles cobijo. Para ello podía servir una tejavana anexa al colegio. Demasiado. Un día mientras todos comían irrumpió una de las peripuestas señoras de la «Junta de señoras católicas» que regían el centro.
- ¿Quién le ha dado a usted autorización para meter aquí toda esta gente a ensuciar la casa?
- Pero si no han venido a ensuciar, han venido...
- ¡Aquí meterá usted a quien quiera cuando esto sea de su propiedad!
A la noche en la capilla oyó que el Señor le decía:
- «Esperanza, donde no puedan entrar los pobres, tampoco tú tienes que entrar. Sal de esta casa».
- Y ¿a dónde voy, Señor?»
A LA CALLE DEL PINAR
Las personas que se posicionaban en su contra lo solían hacer con encono. Así le negaron, las susodichas señoras de la junta, el permiso para realizar necesarios retoques y particularmente abrir una puerta que hubiera permitido a las niñas acceder a las clases evitando la intemperie.
Escribe madre Pilar Antín al padre Felipe Maroto el 13 de diciembre de 1928: «El Buen Jesús le ha dicho a la madre Esperanza que, si doña Angelita no le abría una puerta, El le abriría una casa. Así la providencia ha hecho que encontrarse milagrosamente la casa en la calle del Pinar 7, y dice la madre que ésta es la que el Señor quiere. En el mismo día se han presentado algunas personas desconocidas que han dado los primeros auxilios económicos para poder comprar la casa y también esto demuestra que es el Señor quien guía los pasos».
Se abre la casa con los auspicios, permiso y bendiciones de las altas jerarquías: el nuncio monseñor Tedeschini, el obispo de Madrid. Este prelado es quien bendice e inaugura la obra el 23 de febrero.
Un nutrido grupo de chicas pobres convivirán felices y contentas en régimen de internado con una reducida comunidad de religiosas. Madre Pilar Antín, vicaria y secretaria general, será la superiora. Llueven elogios y parabienes en un principio. Esperanza, aun siendo el alma mater de la obra, se conformará con el encargo de la procuradora y..., a arrear. De nuevo se ve rodeada de niñas pobres a quienes endereza por el camino más corto hacia Dios. De nuevo se siente feliz y hace felices a los demás. Las niñas una vez más la idolatran. Demasiado bonito para que dure.
La superiora que bien pronto les impondrán, sustituyendo a madre Pilar, da pruebas de querer servirse de las niñas más que viceversa y entre otras lindezas, para que conserven la línea, opta por recortar sensiblemente las provisiones. Es la famosa hambre de nuestros abuelos. La antipatía que se granjea es cordial y general y el tiempo que le queda al mandado del colegio contado. Más tarde regresará en compañía de la madre general a efectuar una visita «de inspección» a todas luces inoportuna y provocativa. Verla las internas y armar un escándalo monumental fue todo uno. La consigna espontánea y expresiva: «Fuera la gorda, fuera, fuera». Retirada rauda y deshonrosa; apuro mayúsculo e impotente de la joven comunidad, zozobra. La policía llamada a imponer el orden, ¿qué iba a hacer?
Cierta personalidad eclesiástica se creyó capaz de resolver el caso en un santiamén.
- Las revoltosas a la pública calle, pontificó por teléfono.
- Es que esto es como Fuenteovejuna...
- ¡Pues a la calle todas a una, inmediatamente!
De noche, niñas, internas, por lo tanto la mayoría provenientes de lugares lejanos, con situaciones familiares precarias...
"Llamad los pobres que se os socorrerá,
llamad lo afligidos que se os consolará,
llamad los enfermos que se os asistirá,
llamad los huérfanos y en las Esclavas del Amor Misericordioso , hallaréis madres"
(M. Esperanza de Jesús)Ni el mismo número de la Guardia Civil se sintió con fuerzas para ejecutar semejante orden. Menos aún la madre Esperanza. Estalló en su interior un angustioso conflicto entre la obediencia y la caridad. Prometió, eso sí, ir realizando la orden según las circunstancias lo fueran haciendo humanamente posible. Las niñas empezaron a desfilar hacia sus casas. Su obra se vino abajo. Ella misma estuvo al borde de la excomunión. El drama moral de la pobre Esperanza fue una vez más traumatizante. Menos mal que el padre espiritual la apoyó y reconfortó en todo momento, así como también el nuncio Cicognani, el obispo de Barcelona y el mismo cardenal Segura, quienes le demostraron que son, por suerte, varios los canales por los que se puede llegar a conocer la voluntad de Dios.
La verdad es que ella, excepcionalmente, disponía de hilo directo con Dios, pero aun así, era sumamente respetuosa y sumisa a la autoridad de la Iglesia y ante el dilema entre la obediencia a una visión y a una orden de sus superiores, optaba decididamente por la segunda. Lo más doloroso es que a menudo se siente encorsetada a la hora de practicar la caridad evangélica.
REFORMADORA NO, FUNDADORA
Los acontecimientos y la expresa manifestación divina convencieron a Esperanza poco antes de 1930 que para lo que el Señor la iba preparando no era para reformar su congregación, sino para fundar una nueva, primero en su versión femenina y masculina más tarde. Fue así que, firmemente aconsejada y dirigida por su padre espiritual, en 1930 solicitó y obtuvo el permiso para abandonar su congregación. Bien sabía ella lo que le costaba dar ese paso y el afecto que le tenía a su familia religiosa y las reglas inspiradas por el venerado padre Claret, que hasta entonces había observado con escrupulosa fidelidad, pero ante la urgente voluntad de Dios no le quedaba más remedio que cerrar los ojos y acometer hacia delante «costara lo que costare». Le siguieron un grupito de hermanas, las que más de cerca la habían conocido y eran sabedoras de los múltiples dones extraordinarios con que Dios la consolaba y premiaba su fidelidad. Entre éstas se encontraban su propia hermana María y madre Pilar Antín, desde algún tiempo su fiel acompañante en la buena y en la adversa fortuna, quien además se jugaba su alta posición en el gobierno general.
La Noche de Navidad de 1930, en un minúsculo piso de la calle Velásquez 97, de Madrid, con el apoyo económico de la condesa de Fuensalida, y la asistencia material y espiritual del sacerdote navarro de Abárzuza, don Esteban Ecay, madre Esperanza de Jesús puede emitir sus votos con las pocas hermanas que le han seguido en la naciente Congregación de Esclavas del Amor Misericordioso. Madrid es el puerto de salida; las ideas están claras, las ganas de hacer el bien son incontenibles. Los niños serán los primeros beneficiarios y también los pobres, los ancianos, los sacerdotes.
Y, sin embargo, la incomprensión, la oposición y la persecución seguirán acechando. Seguirá el rosario de pruebas que los buenos ojeadores consideran «conditio sine qua non» para admitir la especial presencia de Dios en las almas realmente grandes.
El obispo de Madrid, que a raíz del famoso revuelo de las niñas, ha variado su concepto respecto a la madre Esperanza, niega su bendición y aprobación y ordena y manda que nadie la ayude y colabore. Mientras él viva, y vivirá hasta el 1963, la casa de las Esclavas del Amor Misericordioso de Madrid ni siquiera dispondrá del permiso de tener el Santísimo en la capilla. Durante más de 30 años, niñas y religiosas desfilarán cada mañana hacia la parroquia más cercana. Incluso le mandará un jefe de seguridad amigo para que la expulse de la ciudad; pero ante los papeles en perfecta regla y la oportuna documentación que acredita a la recién nacida congregación como sociedad civil legalmente constituida y oportunamente aprobada por la Dirección General de Seguridad (no se le escapaba un detalle al «Asesor» de arriba), no le queda más remedio al funcionario que saludar atentamente y marcharse pidiendo mil disculpas. Es de suponer que alguien le habrá contado en el cielo al señor obispo la cantidad de misas que después la madre le mandó celebrar, a cambio, a él y a otros «amigos» que para provecho de su alma se fue topando en la tierra.
El sucesor, monseñor Casimiro Morcillo, gran admirador de la madre y de su obra que había podido conocer en Italia, se apresurará a deshacer el entuerto nada más tomar posesión de la diócesis madrileña.
PRIMEROS COLEGIOS
Con los tiempos que se avecinan en España en la década de los treinta, la perspicaz advertencia de construirse como sociedad civil le garantizará a la nueva congregación posibilidad de expansión y supervivencia.
Está a punto de proclamarse la República y de estallar la Guerra Civil. Esperanza está sobre aviso y prepara su plan de acción.
Los vencidos, a menudo con sus hijos y con frecuencia éstos sin padres, se verán obligados a huir al extranjero. Pronto los niños comienzan a regresar a la patria, la mayoría por los Pirineos. La madre Esperanza, con sus hermanas, que van rápidamente aumentando de número, les prepara un nido caliente. Tendrán un plato, un libro, un lecho y unas hermanas que pondrán todo su empeño para sustituir en lo posible el cariño de los familiares ausentes.
Surgen y se llenan a rebosar en esa época los colegios de Madrid (1931), Alfaro (1931), Hecho (1932), Bilbao (1932), Larrondo (Vizcaya, 1933), Santurce (1933), San Sebastián (1934), Colloto (Asturias, 1935), Ochandiano (Vizcaya, 1935), Sestao (1935), Bilbao – Ave María (1937), Menagaray (Alava, 1939)...
Ahora ya puede imponer su pedagogía de amor y misericordia. El niño será el rey de la casa y las religiosa lo servirán como lo hace una madre con sus hijos. Nada la molestará más que ver a una religiosa que, en vez de servir a los niños, pretenda servirse de ellos viviendo cómodamente.
Disponían los estatutos expresamente que las hermanas comieran lo mismo que los niños y que por lo menos un 25 por 100 de éstos tuvieran estancia absolutamente gratuita. La presencia y acción de la Providencia (otra misteriosa constante en la vida de los santos) tenía que estar en todo momento comprometida.
ARRECIA EL TEMPORAL
El eje geográfico de la madre Esperanza pasó a ser el País Vasco. En Bilbao conoció una joven que «en sueño» le había sido prometida como gran ayuda y que en realidad superará con creces las más optimistas expectativas.
Pilar de Arratia y Durañona fue otra alma excepcional. Está visto que Dios las crea y luego las junta. Quedó huérfana desde joven, pero sus padres le dejaron una doble generosa fortuna espiritual y económica. Tenía auténtico afán de beneficencia y ayudaba copiosamente a varias asociaciones benéficas. En Bilbao disponía además de una hermosa escuela para niños pobres fundada por su madre. Cuando conoció a madre Esperanza quiso que sus monjas se hicieran cargo de su escuela. Esta decisión constituyó para los niños una evidente ventaja, pero para madre Esperanza significó un rosario de pruebas que culminó en su ingreso en el Santo Oficio, acusada de una sarta de necedades. Las personas que hasta entonces se habían beneficiado de la dirección del centro escolar y de la asistencia de la rica bienhechora, cambiaron de repente el primitivo aprecio en abierta hostilidad y removieron literalmente Roma con Santiago para hacerle la vida imposible. Lograron enemistarla con las altas jerarquías eclesiásticas de la región y hasta algunas de las propias esclavas del Amor Misericordioso, haciendo hincapié hábilmente en el punto débil de cada cual. Así la misma secretaria general, hasta entonces íntima y devota colaboradora, halagada con la posibilidad de ser considerada cofundadora y madre general, condescendió finalmente a colaborar para quitarla de en medio y sustituirla.
La excepcional catadura espiritual de Esperanza y sus muchas y variadas experiencias sobrenaturales, que sus perseguidores bien conocían, se prestaban a peliagudas acusaciones, por lo que no les fue difícil obtener que su caso llegara al Vaticano. Sin querer le tendieron el ancla de salvación. La Iglesia de Roma, obviamente, no estaba por la labor. Así la estancia en la Ciudad Eterna se convirtió de prisión inicial en definitiva plataforma de lanzamiento. Se encargó Pilar de Arratia, cuya fabulosa generosidad le tenía franqueadas las puertas de los discasterios romanos, de ir deshaciendo una por una todas las calumnias que llegaban, según los mismos cardenales se las iba comunicando.
- ¿Que los niños de sus colegios eran víctimas de malos tratos?
Pilar acudía por carta a su amiga la presidenta de Protección de Menores y ésta con mil amores le proporcionaba los pertinentes informes en los que quedaba fehacientemente detallada la labor humanitaria de las monjitas y la consiguiente satisfacción y aprobación de las autoridades.
- Tampoco había jamás extorsionado dinero a los marqueses de Zahara, mucho menos con amenazas de represalias divinas. Así se lo hacía saber por correspondencia la misma señora marquesa a Pilar adjuntando cariñosísimos saludos para la madre.
-¿Que le estaba plagiando a ella misma, a Pilar de Arratia, engañándola como una tonta?
- Gracias por lo de tonta, pero en cuanto a ser utilizada..., en todo caso antes de haber conocido a la madre...
- ¿Que se trataba de un peligro para la ortodoxia de la Iglesia?
Podían quedar tranquilos los acusadores. Ya se encargaría el Santo Oficio de comprobarlo; para eso la madre estaba allí. Por muy severo que el Santo Oficio frunciera el ceño por aquel entonces, pronto se dieron cuenta en el Vaticano que una vez más el lobo estaba acusando al cordero. Se disponían a juzgar a una hereje y se encontraron con una amantísima hija de la Iglesia.
UNA ROMANA DE MURCIA
Pero madre Esperanza ya estaba en Roma. El «desaguisado» estaba hecho. Aprovechó para establecer allí su congregación. Obtenido el visto bueno del Santo Oficio ya no tendría prácticamente oposiciones ni persecuciones, sino, al contrario, vería en adelante crecer y extenderse su obra con rapidez. Desde Pío XI hasta Juan Pablo II, que tendrá el gesto irrepetible de ir a visitarla personalmente a su santuario de Collevalenza, todos los pontífices le profesaron aprecio y aun agradecimiento.
Ella por su parte sentía profunda admiración por la figura del representante de Cristo en la tierra y de todos y de cada uno deseó y obtuvo en audiencia particular la Bendición Apostólica que la enorgullecía y confortaba entrañablemente.
En Roma, en la vía Casilina, que se estira por la geografía peninsular hasta Nápoles, madre Esperanza se alojó, alquilando primero el convento de las Hermanas de Namur y construyendo más tarde uno nuevo en la acera de enfrente. Hoy el vetusto inmueble, que fue testigo de tantas gestas de caridad, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial, acoge religiosas de Madre Teresa de Calcuta. ¡Particular destino el de esa casa y esa huerta que han hospedado en poco tiempo a dos de las estrellas religiosas más rutilantes de este siglo! En Italia a veces se traban esos dos nombres en la lengua de la gente.
La actividad caritativa en Roma adquirió cotas difícilmente creíbles. Otra vez comida milagrosa en cantidades industriales para los pobres, la gente que acude a millares a escudarse con el cuerpo de la madre cuando la alarma amenaza bombardeos y esta mujer española que saca aguja e hilo y un cubo de agua limpia y lava vísceras, cose heridas, recompone cuerpos mutilados, promete con energía supervivencia y recuperación y responde a los doctores que la acusan luego, de instrusismo temerario: «¿Y dónde estaban ustedes cuando estos pobres agonizaban sin esperanza? Claro que respondo de su salud, siempre y cuando ustedes no vuelvan a hurgar en sus heridas».
Recuerdan las hermanas de la vía Casilina que los pobres que venían a pedir comida formaban colas interminables y la olla de la madre no decía basta hasta que el último no se iba con su porción de menestra.
LAS «SUORAS» ESPAÑOLAS
En Roma este tropel de hermanas mitad españolas y mitad italianas, que se distinguen por su extremada juventud, por su eficaz laboriosidad y porque cantan siempre en los recreos, no puede pasar desaparecido. Empezará entonces un acoso al que siempre se verá sometida la fundadora: el de los obispos que quieren que les mande hermanas a fundar comunidades en sus diócesis. La madre es celosa de sus hijas. Las quiere con entrañas espirituales y maternales al mismo tiempo. Le cuesta horrores separarse de cada una de sus hijas y además espera sin prisa que vaya cumpliéndose la promesa que le hizo a aquel cardenal que, para demorar la aprobación, le había puesto como pretexto la excesiva juventud de sus miembros. «Reconozco, eminencia, que son una niñas, pero le prometo formalmente que este defecto lo irá la congregación subsanando día a día». (¡Vaya si lo subsanó!)
COLLEVALENZA DI TODI
Escribe el obispo de Camerino, monseñor Bruno Fratteggiani, en el prefacio de uno de sus libros: «Muchos me preguntan por los milagros de la madre Esperanza. Yo les contesto: Id a Collevalenza y veréis uno. Collevalenza es el milagro de madre Esperanza».
Llegó a este pueblo de la Umbría franciscana en 1951. Era tan pequeño que no estaba en el mapa, pero... ahora...
Había que salirse de la carretera general cincuenta kilómetros antes de llegar a Perugia subiendo de Roma hacia Florencia. Unos curiosos pajares servían de referencia, a la derecha, en lo alto de una colina, a un kilómetro de distancia. Una señal de tráfico indicaba: Roma 121 Km. Hoy el campanario futurista de Julio Lafuente, que domina todo un espectacular complejo religioso, se deja ver desde la lontananza.
Se instaló como pudo la madre Esperanza aquel mes de agosto de 1951. El bagaje el de siempre: mucha fe, una enorme ilusión y la firme disposición de seguir las indicaciones del Señor hasta el fin del mundo si fuera preciso. Cuántas veces le habrá preguntado al Señor: «¿Pero a qué me has traído hasta aquí?». Hoy está todo claro.
Era un pueblo que no llegaba a los mil habitantes, la mayoría diseminados en caseríos, famoso en la comarca por un bosquecillo de seculares robles donde los cazadores se hartaban a coger pájaros con sus redes. Ahí le dio Jesús la primera explicación: «Esperanza, transformaremos este «roccolo» en lugar de captación de almas. Llegarán a venir a bandadas, más numerosas que estos pajarillos. Aquí tienen que aprender a conocerme mejor». Hala, pues, a la obra.
El 15 de agosto se establecía allí definitivamente con sus Esclavas y con los Hijos del Amor Misericordioso que acababa de fundar en Roma.
Se sonríe modestamente el padre Alfredo di Penta si algún indocumentado acierta a llamarle cofundador.
- Fundadora una, y grande, la madre.
Menos gracia le debió hacer a ella al enterarse que el primer hijo de su nueva congregación, masculina para más líos, iba a ser precisamente... Alfredo.
- ¿Cómo que Alfredo? ¿El contable de la obra? ¿Ese joven que parece que no tiene otro entretenimiento que hacer cuentas y pilotar aviones? Tú estás bromeando, Señor. Con menos de un cardenal yo no empiezo..., o por lo menos dame un buen jurista, ya sabes cómo se las gastan en el Vaticano con estas cosas...
- Calla, inexperta. ¿Para que luego se crean que estas son obras de los hombres? Tú tranquila, empieza con Alfredo y ten fe. Ya verás que no nos arrepentiremos...
- Si la fe me sobra, Señor, pero ya sabes que ese chico no es ni cura siquiera, ni le pasa por la cabeza la idea del sacerdocio.
- Pues venga, tú díselo y ya verás..., y a buscarle un buen seminario que no faltan por estas tierras.
Una vez más al Señor le salió derecho el escrito con semejantes renglones. Tras el consabido susto del principio, Alfredo aceptó con ilusión los planes del Señor. El seminario de Viterbo fue testigo de sus sudores para acostumbrarse a la vida en común y sobre todo para debelar logaritmos y declinaciones tanto griegas como latinas y cuatro años más tarde el santuario de Collevalenza albergó su primera misa cantada. Para entonces ya se le habían unido, con peripecias personales más o menos parecidas algunos jóvenes sacerdotes: Gino Capponi, Arsenio Ambrogi, Alfonso Mariani, Elio Bastiani y los cuatro Marios del Apocalipsis: Tosi, Gialletti, Montecchia y Straffi.
Cuando llegaron a doce quiso celebrarlo por todo lo alto y llevó a toda la congregación «italiana» al santuario de la Virgen de Loreto porque quería compartir con la madre celestial su incontenible satisfacción. Estaba realmente intratable aquellos días. Se sentía Esperanza con alguna ventaja sobre el mismo Jesús. «Estos por lo menos tienen cierta cultura...».
Se hospedó la madre en Collevalenza en una casa de alquiler y por si las estrecheces no fueran bastante, desde el principio quiso acoger a los primeros seminaristas y proporcionarles los estudios. Los famosos «apostolinos» constituyeron desde un comienzo la primera y mejor cantera de la congregación.
A los dos años de su llegada a Collevalenza la nueva y original familia religiosa ya tiene su propia casa. Es el edificio de reciente construcción al mismo tiempo casa de las esclavas, seminario, residencia de los padres y casa del clero. Puede que sean los que siguen los años más apacibles y fecundos de su vida. No serán eminencias, no serán lumbreras los padres que la rodean, pero forman una piña alrededor de su fundadora. Lejos de avergonzarse por tener una mujer por fundadora, como ella teme y no disimula, se sienten orgullosos y felices con ella.
Son jóvenes y vienen del clero diocesano, pero bien pronto, con la maestra que tienen, aprenden y asimilan las características de la vida religiosa. Ellos mismos van a llegar a ser experimentados y valiosos directores de espíritu. La madre sueña con los ojos despiertos que puedan ser los guías espirituales seguros de sus propias hermanas. Sueña, sueña feliz y ufana y repite que nadie como ella puede comprender y justificar la ambición de la madre de los hijos de Zebedeo porque experimenta en su corazón la misma ambición de madre.
Los seminaristas también puede ir plasmándolos a su imagen y semejanza. Le sobran tacto, psicología y luces interiores para ser una inigualable maestra espiritual y forjadora de almas religiosas.
Profunda conocedora de la naturaleza humana, tenía para con los caídos una delicadeza verdaderamente femenina y maternal. No se escandalizaba en absoluto ante las debilidades y, particularmente con los sacerdotes, se prodigaba para sacarlos de problemas de todo tipo y muchos le eran deudores de su recuperación moral y sobre todo de una exquisita discreción.
El «róccolo», que sobre todo al atardecer es una algarabía de trinos y gorjeos, las colinas colindantes, tan típicas en la geografía umbra, le brindan la posibilidad de vivir en contacto con la naturaleza. Aspira su probado físico el oxígeno de la campiña, la brisa de los Apeninos. En mayo se sorprende y admira ante la multitudinaria e insólita invasión de las «lúcciolas», esos diminutos gusanitos de luz voladores que juguetean y resplandecen entre los trigales produciendo un espactáculo fantástico. Sonríe divertida cuando los apostolinos españoles, tan sorprendidos como ella, los capturan a puñanos y se los llevan para que los observe de cerca.
Aunque su mente y su corazón están permanentemente ocupados por el Amado, sabe y percibe la presencia de grandes místicos que han hecho célebres esa tierra. En un radio de menos de cincuenta kilómetros se ubican las cunas y las urnas de Francisco, Clara de Asís y de Montefalcone, Rita de Cascia, Benito de Nursia, Felipe Benizi, Jacopone da Todi, Feliciano, Terenciano, Ubaldo, Valentín, Ercolano, Martín, Fortunato..., quienes, a buen seguro, ya están haciéndole un hueco en su coro celestial a la español recién llegada a su tierra.
EL AMOR MISERICORDIOSO PLANTA SU TIENDA
Se guardaba el secreto desde pequeña, pero lo soltó una luminosa mañana de primavera. El cielo umbro era particularmente azul aquella mañana y un sol espléndido alumbraba la escena sencilla y entrañable: una señorita francesa, muy aficionada a Collevalenza, había logrado que desde Lisieux enviaran una hermosa estatua de madera de Santa Teresita al santuario de Collevalenza. La madre estaba presente cuando la descargaron de la camioneta. Cuando vio aparecer entre el cartón y las virutas del embalaje la cara de la joven y guapa santa francesa se puso como loca de contenta. Le acariciaba el rostro y se lo iba limpiando diciéndole frases cariñosas como a una íntima amiga. Más tarde nos explicó que la conocía desde pequeña y contó que cuando tenía doce años, al salir a la puerta de casa a darle una limosna a una joven religiosa pensando que eso era lo que solicitaba, aquélla le respondió con celestial dulzura: «No es a eso a lo que he venido niña; he venido a decirte, de parte del Buen Dios, que tú tendrás que continuar donde yo he acabado», para desaparecer a continuación. Era ella misma, Teresita de Lisieux, sin lugar a dudas y la madre ahora ya tenía más claro lo que tenía que hacer: continuar con la difusión de la devoción del Amor Misericordioso.
Mesas preparadas tempestivamente para oberos y para todo necesitado..., hasta cientos,... hasta mil personas al día..., hasta mil doscientos ... por amor... Se lee en un diario en que el director espiritual le ordenó ir anotando las gracias especiales que el Señor le concedía: «En el año 1927, siendo yo religiosa de la Congregación de María Inmaculada, el 30 de octubre, el Buen Jesús me pidió que me diera por completo a colaborar fuertemente con el padre Arintero, religioso dominico, para hacer conocer la devoción del Amor Misericordioso».
El movimiento del Amor Misericordioso, un grupo de personas que colaboran con el docto dominico, atravesaba un momento dinámico y la imagen de un crucifijo con la sagrada Hostia detrás y unos rayos que descendían desde el corazón de Jesús, se estaba haciendo cada vez más familiar por España, Francia y América.
La revista La Vida Sobrenatural, donde confluía la aportación de varias personas que firmaban con el común pseudónimo de Sulamitis, era el principal vehículo de la nueva devoción. Esperanza también colaboró, aunque no se sabe exactamente en qué medida y durante cuántos años. Tampoco es fácil reconocer hoy sus articulos entre los de los demás. Bien es la verdad que el alma visible del movimiento, padre Arintero, falleció un año después, el 20 de febrero de 1928 y que la devoción sufrió un parón momentáneo por decisión de la autoridad eclesiástica.
No sé si es hiperbólico decir que el peso de la responsabilidad recayó años más tarde sobre las espaldas de la madre Esperanza. El caso es que el santuario del Amor Misericordioso se ha convertido en el punto neurálgico desde el que se difunde hoy constantemente esta devoción.
EL CRUCIFIJO
Expresión plástica, fiel retrato y compendio teológico del Amor Misericordioso es el bellísimo crucifijo que se venera en el santuario de Collevalenza. Está su origen envuelto en un bonito misterio. El judío que la madre presentó para que posase..., demasiado parecido a Jesús. Coullaut Valera puede estar orgulloso con su obra. Estuvo algunos años en la capilla del colegio de Larrondo en tierras bilbaínas. Ahora es el eje, corazón y centro del santuario de Collevalenza. Es eso, el Amor Misericordioso, precisamente. Un Jesús vivo, en postura erecta y digna, con los ojos cargados de serenidad y cariño mirando al Padre para recordarle su oblación voluntaria y eficaz: «Padre, no se lo tengas en cuenta; ya sabes que no se enteran de lo que hacen». Cuidados hasta los últimos detalles: el letrero trilingüe, la rozadura de la soga en el cuello, cada gota de sangre. La palabra latina «Charitas» en el corazón lo suficientemente elocuente, como la corona que recuerda su realeza connatural. Una gran Hostia blanca en el dorso nos está recordando que el sacrificio de Jesús se perpetúa en la Eucarestía y el título en castellano lo resume todo: «El Amor Misericordioso».
El flujo espiritual que se establece entre la mirada de Jesús y los cientos de ojos que en El se fijan a diario..., imperscrutable.
¿RELIGIOSA O CONSTRUCTORA?
El primer soprendido fue el obispo de Todi, monseñor Alfonso María De Sanctis al verse delante a madre Esperanza solicitando el permiso de construcción de una nueva iglesia.
- ¿Para qué? Tenéis una hermosa capilla en el instituto y la parroquia de San Juan Bautista sobra para los feligreses (era, como el pueblo de don Camillo y de Peppone, mitad comunista y mitad democristiana Collevalenza por aquel entonces).
- Es que el Señor me dice que aquí quiere que levantemos su santuario; que vendrá mucha gente de los lugares más lejanos, que...
- Bueno, bueno, si corre usted con los gastos..., nulla obstat.
La sorpresa de su excelencia fue aún mayor al año siguiente cuando vino a inaugurar la pequeña iglesia, obra del arquitecto madrileño Julio Lafuente, que en su forma de cruz vagamente aerodinámica aludía al antiguo oficio de aviador del Padre Alfredo.
Desde el día de la inauguración resultó absolutamente incapaz de contener la avalancha de gente que se le vino encima.
Pocos años después, en 1959, en vista de que el binomio madre Esperanza-santuario se había convertido en meta de constantes peregrinaciones, el mismo señor obispo de Todi le ortogó el título de santuario.
Poco tiempo más tarde, el Papa Juan XXIII envió un hermoso cirio otorgándole el mismo trato que a los grandes santuarios de Italia.
Sólo desde el cielo pudo ver monseñor De Sanctis, dos lustro más tarde, cómo al lado del santuario por él consagrado, se inauguraba, esta vez por el cardenal Alfredo Ottaviani, acompañado de sesenta obispos de diferentes países, la nueva hermosa iglesia, inferior y superior, que completaba el primitivo santuario.
El proceso de transformación del «róccolo» progresaba ante la mirada atónita de propios y extraños. Sólo la madre lo tenía claro, como si en una de sus visiones, hubiese podido observar atentamente de antemano la maqueta.
«En aquella viña pondremos el noviciado – se le oyó anunciar repetidas veces – en aquel trigal la casa del peregrino y a su derecha el hospital; monte abajo el Via Crucis; aquí en el huerto quedará la basílica; desde la puerta del panadero desviarán hacia ese robledal la cerretera y así en ese maizal se podrá hacer una gran plaza, porque dice Jesús que éste tiene que ser el santuario más grande de todos, el santuario de su Amor. A otros van las personas a rezar a los santos o a la Virgen; aquí vendrán a rezar y a encontrar a Dios. Descubrirán los hombres que es un Padre que les ama tiernamente, que quiere que todos se conviertan, que olvida los pecados de los hombres y no los tiene en cuenta».
Collevalenza es hoy todo eso con precisión milimétrica.
A LA COLINA CUESTA ABAJO
Madre Esperanza vio con ilusionada sorpresa y luego con activa satisfacción cómo los peregrinos se acercaban cada vez en mayor número, solicitaban gracias cada vez más frecuentes e imposibles, pasaban por el santuario, rezaban fervorosamente, se confesaban y se iban consolados y esperanzados. Asistió emocionada a aquellas entrañables ceremonias sin ritual previo que eran la presentación de los primeros exvotos. Acudían curados «milagrosos» que querían dejar en las paredes del santuario un cuadrito con un corazón de plata como señal de eterna gratitud. Se rezaba todos juntos un rato, se cantaban los himnos del Amor Misericordioso y de María Mediadora, un saludo efusivo y «arrivederci», hasta la llegada inminente del proximo, luego de otro, otra curación humanamente inexplicable que volvía a reunir a la comunidad de padres, hermanas y apostolinos en otro acto de gratitud y de fe.
Se encargaron los beneficiados de pasar la voz de manera que el aflujo de gente a Collevalenza no hacía más que crecer.
Se tuvo que poner un orden a la avalancha de fieles, establecer reservas, encargar a una religiosa el orden y el despacho de la correspondencia... (¿Setecientas mil cartas en una veintena de años?).
«La madre Esperanza te recibía con la nobleza de una hidalga española – escribe un italiano – siempre de pie, apoyada un poco con una mano al borde de una mesa, ya que la salud no colaboraba; te escuchaba atentamente, te miraba con aquella mirada suya penetrante, te levantaba el ánimo, te encomendaba rezar al Amor Misericordioso, prometiendo hacer ella lo mismo...».
De la salita de la madre al santuario. Era el camino obligado. No quería protagonismos para sí. Se consideraba un mero instrumento del Señor, y jamás se atribuía las maravillas que por su medio Dios operaba. La escoba que trabaja sin pretensiones y que se deja en un rincón, el estropajo que se tira después de usado, la pavesita que se consume hasta la última hilacha eran los símbolos que utilizaba ella misma para dar a entender la naturaleza de su aportación en los planes de Dios. Era Jesús el autor, el protagonista de Collevalenza; ella un simple instrumento en las manos de la Providencia. Eso sí, su mayor deseo era el de ser un instrumento útil. «Rogad a Dios que me conceda la gracia de hacer siempre y sólo todo lo que me pida», era su estribillo y su obsesión.
UN HELICÓPTERO Y UNA ENCICLICA
¿Es una libélula la que planea y ronronea en el cielo de Collevalenza? No, es un helicóptero. Lleva en la carlinga grabado el escudo gualdiblanco del Vaticano. Es Juan Pablo II la figura blanca que desciende y se dirige hacia la escalinata de la basílica.
El aparato de la Areonáutica Militare se queda señalando el centro de la coqueta y espaciosa plaza redonda a la que Lafuente ha dado en sus bordes reminiscencias de tren monorraíl.
La noticia da la vuelta al mundo. El Papa vuelve a salir del Vaticano, reemprende la actividad viajera. Está curado.
No besa el suelo; va derecho al santuario. Atrás queda el sobresalto de la mañana del 13 de mayo, el disparo, la carrera angustiosa de la ambulancia hacia el Policlínico Gemelli, aquel clavel rojo sobre su hábito cándido y el grito apenas sofocado del médico que le atendió en el hospital romano: «Me habéis traído un cadáver».
¿Qué le pasa hoy a la madre? Se preguntaban apuradísimas en el mismísimo instante las hermanas de Collevalenza. La madre Esperanza se iba a momentos en sangre y no llegaban a comprender las buenas hermanas el motivo ni a buscarle remedio. El demonio debió armarle entonces una de las broncas más furiosas de su vida. Y le había ya armado tantas...
Pero en Collevalenza ya habían madurado para entonces parras e higueras y los dos convalecientes estaban mejor. Sorprendió, pero no a todos, la frase del Santo Padre en el santuario: «Hemos venido en visita a este santuario porque a la misericordia de Dios somos deudores de nuestra salud».
¿Quién puede descifrar las múltiples y poderosas relaciones de las almas místicas con los acontencimientos de su tiempo?
Una cosa era bien cierta: el Papa se paseaba en aquel momento por las dependencias del santuario, saludaba y bendecía; visitaba y observaba con atención; se arrodillaba ante el crucifijo del Amor Misericordioso.
Era el 22 de noviembre de 1981
La hermana Amada y sus acompañantes empujaban con cuidado y discreción el carrito de ruedas, no fuera que llegara a suceder con el Papa lo que puntualmente sucedía en ocasión de visitas de prelados y cardenales: la gente se olvidaba del ilustre huésped y se dirigía hacia ella en cuanto vislumbraban la presencia de la madre. Juan Pablo II, que ya la conocía desde que la visitó siendo obispo de Cracovia, la encontró así, en su carrito de ruedas. Se acercó a ella, se inclinó y le depositó un beso en la frente. Por un instante en la palidez de su piel floreció un clavel rosa ¡Qué hermoso es, Señor, en la frente de tus enviados el sello de tu Iglesia!
Los Hijos y las Esclavas del Amor Misericordioso no cabían en sí de satisfacción. ¿Quién había dicho que jamás soñaran con la visita del Papa a Collevalenza, que eso equivaldría a canonizar en vida a la fundadora y que la Iglesia era mucho más sabia y prudente que todo eso? ¿No le bastaba a las Esclavas e Hijos del Amor Misericordioso con el presente de la recien encíclica?
Ni que se hubiera concebido para mandársela en homenaje, la encíclica Dives in misericordia, recogía, analizaba, estudiaba y proclamaba al mundo que Dios es rico en misercordia, un Padre bueno, el Amor Misericordioso, lo que la madre había vivido y anunciado durante toda su vida.
Y SIEMPRE SEGUIREMOS MIRANDO CON SUS OJOS
Cúmplase, Dios mío, tu divina voluntad, por mucho que a mí me duela.
Cúmplase tu voluntad por más que yo no la entienda.
Cúmplase tu voluntad aun cuando yo no lo vea.Recuerdan las hermanas que conocieron la actividad volcánica de su juventud que en los momentos de mayor ajetreo y popularidad solía pedir en la oración: «Pideme, Jesús, lo que quieras, pero en la ancianidad haz que pase diez años en total inutilidad y sin poderme valer para que no quede ninguna duda ni en mí ni en los demás de que el único autor de todo lo que hago eres Tú».
Jesús la tomó la palabra. Progresivamente su físico fue decayendo y su cabeza también. Por las ventanas de los ojos se veía que su corazón seguía ardiendo hasta el final. Se pudo palpar entonces que realmente había sido y seguía siendo un extraordinario instrumento de transmisión de gracias en manos del Señor. Continuaban llegando a millares los peregrinos ya sin orden ni aviso. Esperaban con ilusión y paciencia. Se conformaban con verla un momento, con oír su voz, con saber que seguía viva. A mediodía se asomaba a la ventana un momento. Brevísimas palabras de saludo, de ánimo; prometía una vez más oraciones..., mientras pudo.
Ya al final, los que podían franquear vigilancias y acercarse hasta ella captaban nitido su propio mensaje en sus monosílabos, se sentían regenerados por el magnetismo de su presencia y, sobre todo, se perdían en el embrujo de su mirada como en un mar de misericordia. ¿Qué tenían, qué seguían conservando los ojos de la madre?
Se apagaron a la vida terrenal una mañana, el 8 de febrero de 1983.
El quadro de Marìa Mediadora, obra del pintor Romagnoli.